Desde la tradición teórica del Observatorio de la Deuda Social Argentina, la pobreza es una de las formas más injustas que asume la deuda social, en tanto impone fuertes limitaciones al progreso individual y colectivo, frustra la equidad de resultados, impide la igualdad de oportunidades y evidencia el fracaso del sistema político-económico para reducir las de-sigualdades sociales. Siguiendo esta perspectiva, la pobreza significa estar sometido a privaciones injustas –materiales y/o simbólicas– que afectan el pleno desarrollo de las capacidades humanas y de integración social.
Esas privaciones son injustas debido a que son violatorias de normas nacionales o internacionales que una sociedad asume como requisitos de integración y justicia social. En este sentido, el ingreso o gasto monetario de un hogar constituye un aspecto relevante de ese desarrollo, pero no el único, ni necesariamente el más importante aspecto que debe ser considerado a la hora de evaluar la pobreza y los cambios en el bienestar social.
Siguiendo esta perspectiva, en el actual contexto socioeconómico, la última medición de la Encuesta de la Deuda Social Argentina correspondiente al tercer trimestre de 2017 nos ofrece noticias matizadas para con la agenda comprometida con la “Pobreza Cero”. Si nos centramos en la pobreza por ingresos, la baja de la inflación, el aumento de la ocupación y alguna mejora en las remuneraciones reales, más una ampliación en las transferencias previsionales (reparación histórica) y asistenciales (AUH y salarios familiares a monotributistas), parecen haber funcionado en retraer los índices de pobreza algo por debajo de 2015; es decir, con anterioridad a los efectos regresivos que generó la normalización económica en 2016. El índice rondaría el 31%. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con la tasa de indigencia, la cual si bien tendió a caer, sigue por arriba de los niveles previos. De esta manera, actualmente el 5,9% de la población todavía sufriría un estado de pobreza extrema. La persistencia de la tasa de indigencia es consistente con el aumento que experimentó la profundidad de la pobreza: si bien hay menos pobres, los pobres crónicos son más pobres que hace dos años.
En cuanto a los indicadores de pobreza en materia de derechos sociales, son buenas noticias que haya disminuido a nivel urbano el déficit en cloacas, agua corriente y energía, que por autoconstrucción haya habido mejoras en el estado de las viviendas y, también, en el contexto antes descrito, que no creciera la inseguridad alimentaria. Sin embargo, no dejan de ser malas noticias que haya más de 25% de los hogares sin ninguna afiliación con el sistema de la seguridad social, un 33% en donde algún niño/a, adolescente o joven no esté estudiando o no haya terminado el secundario y que casi 20% de los hogares no hayan podido atender problemas de salud por razones económicas. En cualquier caso, el balance es positivo, pero los desafíos todavía son profundos y persistentes: si bien se redujo el porcentaje de hogares con al menos uno, dos y con tres o más déficit de derechos, tenemos en el país tasas de pobreza estructural de 64,5%, 41,3% y 28,1%, respectivamente.
Los esfuerzos gubernamentales son muchos, pero el Estado heredado es lento e ineficiente, y las políticas públicas no siempre coinciden en un sendero de recuperación capaz de generar mayor crecimiento del empleo, el trabajo y el consumo en los sectores más vulnerables de la estructura social. La llamada economía social, así como la microempresa sostenida por el mercado interno o las economías regionales, continúan postergadas y no siempre logran subsistir ante la falta de derrame desde los sectores medios. Buena parte de las mejoras en los ingresos las absorben los aumentos de tarifas. Solo el crédito permite mantener un estado de consumo dinámico para estos segmentos sociales. Pero todavía no parecen surgir las inversiones virtuosas capaces de atraer a los sectores menos productivos y modernizar la economía informal.
Es decir, en materia de pobreza, sin duda en un contexto de reactivación económica y de la obra pública, está teniendo lugar una necesaria y esperada reducción de la exclusión social, pero todavía las mejoras son muy parciales, raquíticas para los sectores más postergados y sin claro futuro para las poblaciones estructuralmente sobrantes al modelo histórico de (sub)desarrollo argentino. Esta transición, requiere políticas que nos proyecten hacia un horizonte de crecimiento y redistribución de capacidades productivas de nuevo estilo.
*Conicet / UBA-UCA.