En Naufragio con espectador (Machado libros, Barcelona, 1995), Hans Blumenberg piensa las implicancias de la experiencia de la modernidad en torno a la metáfora del naufragio y a las modalidades estéticas que asumen esos naufragios. Herder viaja a Francia en 1769 para incorporar los saberes de la ilustración. En 1790, volviendo a Alemania, el barco naufraga entre Amberes y Amsterdam. Unos años después de la Revolución, en 1793, en pleno terreur, escribe sobre ese recuerdo: “La filosofía es la duda en cien formas, como contradicciones y olas del mar: o bien se naufraga, o bien lo que de la moralidad y la filosofía se salva del naufragio apenas es digno de mención”. Hoy la figura del naufragio –y la del náufrago– parece haber perdido toda potencia estética, es decir, crítica, y ser solo asunto de policías, solados, burócratas y mudos ciudadanos. Es el naufragio de los inmigrantes en balsas precarias que vienen del sur del Mediterráneo, en barcos desbordados muriendo sin llegar a las playas, o llegando para ser colocados en campos de detención sin testigos, sin derechos, sin protección alguna. Es la figura del clandestino –término de profunda tradición contracultural– palabra que debería ser emblema de cierto tipo de pensamiento, de un modo de hacer literatura en el mundo occidental: el escritor –al menos para mí– es el clandestino de las buenas conciencias. Pienso la literatura como una forma de clandestinidad –como la gran escena de Groucho Marx en la que viaja clandestino en un trasatlántico de lujo–, como un contrapoder frente a los lugares comunes, a la doxa, a la sintaxis mainstream, al discurso de los grandes medios de comunicación y de la política convencional. Una novela no se vuelve política porque menciona a Hitler o a Macri, sino que política es siempre la pregunta por la sintaxis. Son las preguntas que plantea Flaubert: ¿Cómo se escribe una frase? ¿Qué palabras usamos y cuáles descartamos? ¿Y cómo esas palabras forman una frase? ¿Y cómo una frase se liga con otra para hacer sentido? Esas decisiones de micropolítica de la lengua, de micropolítica literaria, son la clave de lectura para una mirada política de la novela. Lo demás no tiene mayor importancia.
En Pueblos expuestos, pueblos figurantes (Manantial, Buenos Aires, 2014), Georges Didi-Huberman analiza, como nadie recientemente, el retrato de los extras (figurants) en el cine y en la fotografía; el extra (figurant) como la metáfora del pueblo. Deberíamos trazar la misma búsqueda en el retrato del náufrago contemporáneo, en la figura del que salió sin saber si llegará, del que llega para ser rechazado. Es la falta de un pensamiento del otro que, como en las primeras décadas del siglo XX, vuelve a recorrer Europa. Hoy allí todo parece jugarse en el conflicto entre las extremas derechas (Le Pen, Sebastian Kurz, Andrzej Duda, etc.) y las extremas finanzas (Macron, Merkel, el jefe de turno del gobierno español, sea del PP o del PSOE, lo mismo da, etc.). Volviendo al libro de Didi-Huberman, es extraordinaria la forma en que piensa, siguiendo a Eisenstein, a los extras de modo individual: ya no como un decorado de fondo, sino devolviéndole a cada uno su subjetividad, su rostro cargado de historia, de densidad intelectual.
Un pensamiento del rechazo al rechazo del otro es el deber de la época.