Lo extraño tanto... Nos conocimos casualmente, mientras yo fumaba un cigarrillo en la vereda, después de almorzar al lado del local donde él trabajaba, en el barrio de Retiro. Simpatizamos de inmediato y forjamos un vínculo pletórico de sobreentendidos y de confianza mutua, de esos que son para toda la vida.
Al principio de nuestra relación, como suele suceder, él me preguntaba lo que quería. Yo titubeaba con pudor, pero terminaba abriéndome a él, que hacía todo lo posible por complacerme. Un día le dije, y la felicidad se le notó en la cara: “Haceme lo que quieras”. Lo hizo y me cambió la vida.
No podía estar más de dos semanas sin verlo, salvo cuando viajaba. Entonces, al volver, me interrogaba con celos: “¿Estuviste con otro?”. “¡Cómo se te ocurre!”. Y era verdad. Jamás se me pasó por la cabeza traicionarlo, sobre todo porque sabía que se daría cuenta. “Mirá que me voy a dar cuenta”.
Hablábamos de las cosas de las que habla todo el mundo: dónde se puede almorzar rico y barato, el barullo de la vida urbana, algunas películas, las cargas impositivas, ciertas figuras del periodismo, los rigores de la convivencia y los pocos placeres de la vida que podíamos permitirnos.
La última vez que nos vimos, antes de la cuarentena, se puso muy contento cuando le conté que estaba dejando de fumar, hábito mío que lo desconcertaba. Después pasaron los días y los meses. No supe nada más de él, ni siquiera si estaba bien de salud (aunque su fortaleza física y su energía me sugerían que sí).
Traté de llamarlo por teléfono, sin suerte. Ya no sé qué hacer. Cada mañana, cuando me miro en el espejo, lo extraño porque sé que me vería mejor si pasara antes por el filtro de su mirada. Mucho peor la paso en las sesiones remotas a las que la pedagogía me obliga. Después de tres meses, lo necesito cada vez más. ¿Cuándo podré volver a ver a César, mi peluquero, para que ponga en orden los pájaros de mi cabeza?.