La noción de “vida precaria” ha tenido una extraordinaria carrera en lo que va del milenio, a tal punto que uno podría caracterizar la era a través de procesos de precarización cada vez más acelerados. El humor social que se corresponde con esos procesos es de cada vez más irritación, desconcierto, descrédito y furia. Habría que evitar, sin embargo, la metafísica de la precariedad, que pretende que la vulnerabilidad y la precariedad son intrínsecas de la vida humana.
La precarización es un efecto y afecta a lo viviente en general y no solo a los seres humanos, aunque no conviene salteárnoslos para llegar rápidamente al oso panda. Los sociólogos llaman “precariado” (en oposición al proletariado) a esa especie de clase en formación que agrupa en principio a quienes han sido despojados de sus derechos laborales y, por lo tanto, del acceso a la seguridad social. Luego, esa precarización se extiende a una relación más general con la ley: las vidas precarias quedan en la práctica excluidas de todo derecho. Las crisis migratorias profundizan el efecto de precarización y vulnerabilidad. A diferencia de lo que sucedía con el antiguo proletariado, que era sujetado a la máquina de producción capitalista que extraía plusvalía de su trabajo, el precariado se somete a actividades no remuneradas como única garantía para conservar el acceso a algún empleo y algún ingreso.
No es un problema solo de países desvencijados políticamente como Venezuela, sino también de Japón y Reino Unido. Algunos analistas señalan que en España el 15 % de los trabajadores están bajo el nivel de pobreza. Además de una escandalosa concentración de la riqueza, la llamada clase media retrocede sin prisa pero sin pausa.
Hace algunas décadas el movimiento Okupa fue la punta de lanza todavía glamorosa que señalaba un problema de precarización habitacional. Pero hoy, la agudización de los procesos de precarización han inmunizado a las sociedades sobre los problemas de otros y las tomas son condenadas como actos destituyentes de un orden que, paradójicamente, casi nadie considera justo.
La precarización de lo viviente incorpora un alto contenido de desprecio y criminalización de las acciones civiles que pretenden reparar un daño, porque en algún lugar de la imaginación pública se entiende el peligro de su generalización. De ahí a las adhesiones a la ultraderecha no hay más que un paso (es lo que estamos viviendo). Pero las ultraderechas sostienen programas que no hacen sino aumentar la precariedad. ¿Podemos imaginar una salida de este laberinto?