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Orden y disciplina

El fusilamiento mediático de Alvarez no fue, sin embargo, una hazaña del periodismo de investigación, sino apenas el resultado de un nuevo paso de las autoridades en la gravísima escalada mediante la cual el Gobierno sigue expresando su intención de valerse de todos los recursos posibles para mantener y acrecentar su poder.

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Pepe Eliaschev | CEDOC
Entre los casi 9.000 caracteres que dedicó a la “revelación” el diario Página/12, no hay una sola mención que les permita a sus lectores saber cómo llegó a reunir la información que le daría sustento a su peculiar “exclusiva”, la denuncia de que Juan José Alvarez perteneció a la SIDE, de 1981 a 1984.
El fusilamiento mediático de Alvarez no fue, sin embargo, una hazaña del periodismo de investigación, sino apenas el resultado de un nuevo paso de las autoridades en la gravísima escalada mediante la cual el Gobierno sigue expresando su intención de valerse de todos los recursos posibles para mantener y acrecentar su poder.
Como bien recordó la semana pasada Alfredo Leuco en su programa de televisión, en otras épocas los medios investigaban los desquicios perpetrados en el uso del poder, pero ahora es el propio poder quien alimenta ficciones de “investigación” periodística al servicio de dicho poder.
El legajo de Juan José Alvarez, (a) Javier Alzaga, como agente de la Secretaría de Inteligencia de Estado hace 25 años fue evidentemente entregado al diario y por eso el día de su edición este medio nada dijo de los orígenes del logro: sencillamente, es imposible que la fuente haya sido otra que el gobierno de Néstor Kirchner.
Alvarez reúne todos los rasgos de alguien que puede haber transitado ese pasado.
Cuando se incorporó a la SIDE, el 1° de julio de 1981, tenía 26 años. Revistó como agente de categoría inferior hasta renunciar, ya en el gobierno de Raúl Alfonsín, el 17 de julio de 1984. Permaneció, sin embargo, ligado a cuestiones de seguridad en la provincia de Buenos Aires, en la Ciudad Autónoma y a nivel federal.
Como secretario de Seguridad Interior del presidente Eduardo Duhalde durante ese breve interregno, Alvarez fue el funcionario que la noche del 26 de junio de 2002 declaró a los medios que Maximiliano Kosteki y Darío Santillán habrían muerto en un “enfrentamiento” entre grupos piqueteros. Kosteki y Santillán fueron acribillados por fuerzas policiales.
Su desembarco en el gobierno de Aníbal Ibarra, tras el tsunami de Cromañón, no podría haberse concretado sin la venia explícita de Kirchner, que se lo impuso al jefe porteño en una verdadera “intervención” federal a la Capital. ¿No sabía Kirchner en enero de 2005 quién era Alvarez?
Pero nadie desempolva viejas carpetas vanamente. La cereza del postre es que Alvarez es uno de los cuatro diputados peronistas leales a Duhalde, grupo de referencia justicialista en el esfuerzo por convertir a Roberto Lavagna en candidato presidencial en las elecciones de 2007.
Esmerilar ya resultaba insuficiente en la gimnasia oficial; la operación contra quien fuera enviado por el propio Kirchner en enero de 2005 a ocupar la Secretaría de Seguridad del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires consistía en dañarlo políticamente, obliterarlo. Es concebible que ya vendrá el momento de “atender” a Eduardo Camaño, Jorge Sarghini y Francisco de Narváez. El propio Lavagna también debería esperar tratamientos similares.
La SIDE que Kirchner confió al híper pingüino Héctor Icazuriaga, pero parece capitanear de hecho Francisco Larcher, proyecta la imagen de un organismo al servicio de las necesidades y planes políticos de corto y mediano plazo del Gobierno.
Hasta aquí la anécdota. La miga es infinitamente más sustancial.
Todo sugiere que en el Gobierno es cuestión de fe primordial la noción de que el poder presidencial debe ser blindado y proyectado a futuro sin restricciones que lo limiten. No existen posibilidades de que la Casa Rosada se limite a ver cómo despliega Lavagna sus planes políticos y quiénes lo apoyan, sin formular y poner en práctica contundentes acciones de neutralización.
Por consiguiente, los juegos de guerra presidenciales no se autolimitarán en ningún sentido.
D’Elía salió a acotar el acto convocado por Blumberg, un patoteo que no podría haberse consumado sin ser explícitamente autorizado por el Presidente. El misil contra un hombre de Lavagna va por el mismo andarivel y lleva la marca registrada del poder: la historia de Alvarez sólo reviste interés por el involucramiento que él tenía en el emprendimiento político que puede perjudicar a Kirchner.   
Blumberg y Alvarez son, por lo tanto, las cabezas que los planes de Kirchner necesitaban cobrarse, o al menos intentarán hacerlo.
Política de gestos y medidas convertidas en pasos de alta potencia simbólica, estos episodios marcan una situación que el Gobierno se apresuró a blanquear.
La molestia con Blumberg, además, se tornó mucho más ácida por la indignación sofocante que al Presidente le suscitó el brillante desempeño en el acto de Plaza de Mayo del religioso judío Sergio Bergman.
Las palabras del rabino provocaron furia evidente en la Casa Rosada. Fuentes de inmejorable posicionamiento respecto de los protagonistas me aseguraron que Kirchner exigió a las autoridades de la comunidad judía una formal condena a Bergman, una cabal desautorización del rabino.
Insoportablemente apretada, la débil dirigencia comunitaria aceptó el ultimátum, que, me dicen, se habría impartido desde las oficinas del Consulado argentino en Nueva York, que parece funcionar, de facto, como Embajada argentina ante los Estados Unidos. Así, la DAIA menoscabó al rabino Bergman.
El pedido era taxativo: desmárquense de Blumberg y Bergman, ya mismo. Todo sugiere que desde el edificio de la calle 56 de Manhattan se atienden directamente objetivos y planes de la Primera Dama, que sigue priorizando hablar ante auditorios de universidades privadas norteamericanas.
Como paso complementario, el Gobierno organizó para la semana entrante una reunión con las principales instituciones judías de los Estados Unidos, durante la proverbial peregrinación del presidente Kirchner a Nueva York.
La idea es simple: los temas de los judíos argentinos, Kirchner los manejará con los judíos norteamericanos. Nada nuevo: ya a comienzos de 2003, el entonces canciller de Duhalde, Carlos Ruckauf, nombró un “embajador” de ese Gobierno ante la comunidad judía argentina, un dislate del que tuvo que retractarse a las pocas horas.
Ahora, disgustado con lo que parece percibir como una “deslealtad” de los judíos argentinos para con él, el Presidente manejará estos asuntos con los pragmáticos líderes de la judería estadounidense, a los que la Casa Rosada vive como muy poderosos.
En todas estas instancias, un dato central sobresale: para el Gobierno, los códigos tradicionales ya no sirven más. En la lucha por ganar y asegurar territorio, la organización gubernamental no va a padecer necesidades. Harán todo lo que estimen necesario hacer.