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Plaga

Tengo una anécdota hermosa con espirales encendidos y accidentes domésticos. Era verano así que por supuesto ventana abierta de par en par, con mosquitero.

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Plaga. | marta toledo

Qué metafórica en estos tiempos aciagos la plaga de mosquitos. Chupasangres. Y el peor de todos, el que te envenena, el caprichoso que anda de día y vuela bajo, el que se cría en aguas cristalinas y no mete las patas en el barro, el que te enferma y puede matarte, tiene ecos faraónicos en su nombre: aedes aegipty. Lo googleo. En latín, aedes significa “la casa”. Pero en griego: “el que es molesto, desagradable, odioso, indeseable”. Si juntamos los significados de origen podríamos decir que “la casa está tomada por odiosos, desagradables e indeseables”. Y si vamos un poquito más allá ¿no crece acaso por descuido? Porque nos olvidamos un cacharro aquí, otro allá, en el jardín, y llueve y se produce el desastre. Porque nos dejamos estar, como quien dice.

Es un otoño caluroso, como viene ocurriendo los últimos años las estaciones se alargan, se vuelven ambiguas. Una parte de la ampelopsis, la que se fue por la pared del edificio vecino, perdió sus hojas hace un par de semanas y ya está brotada de nuevo, confundida por las temperaturas altas y las lluvias de los últimos días.

¿Cuánto durará esta plaga?

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Lo único que me gusta es que la ciudad, mi barrio Flores, se llena de olor a espirales. No tenía otros recuerdos de ese olor en Buenos Aires aunque hace más de veinte años que vivo aquí.

Tengo una anécdota hermosa con espirales encendidos y accidentes domésticos. Era verano así que por supuesto ventana abierta de par en par, con mosquitero, pero también con el espiral prendido, si no imposible pegar un ojo. Mi tía adolescente y sus amigas volvieron del baile a la madrugada, se desvistieron y se metieron en la cama con nosotras, no sé cómo hacían para entrar tres en dos camas con una gurisa dormida cada una. O a veces cuatro. Tal vez alguna se tiraba en el piso, arriba de un acolchado. La tía y sus amigas eran Ricitos de Oro trasnochadas. A la mañana mi hermana y yo nos despertábamos con los pies de uñas pintadas de alguna en la cara. Durmiendo despatarradas, con restos de maquillaje, en bombacha y corpiño. Pero esa vez, nos despertaron antes los gritos de mi madre y el olor a quemado. Ellas habían llegado amaneciendo, como siempre, tal vez con una copita de sidra encima, no eran de beber, y así medio durmiéndose tiraron la ropa en cualquier lado. Algo, un top, una minifalda, cayó sobre el espiral y la tela sintética empezó a quemarse. No llegó al punto de la llamarada, sólo el trapo fue consumiéndose, un reguero de brasitas, que alcanzó la pata de la Flaca, mi muñeca preferida. El piecito quedó hecho un muñón negro. A la mañana nos dolía la cabeza por el humo de la ropa y del plástico. Mi madre seguía enojada. Mi tía y las amigas ponían cara de culposas pero apenas se miraban entre ellas apretaban los labios para que no saliera la risa. Volvían a ser unas gurisitas compartiendo una travesura.

En el campo, en cambio, en la casa del abuelo no usaban espirales. En el invierno iban acumulando en alguna parte bosta de caballo y la dejaban secar. En el verano, metían la bosta seca en un brasero, la encendían y acarreaban el brasero por la casa o afuera, adonde estuvieran. Era un olor agradable, a pasto seco. Por el vicio de googlear, googleo: mosquitos poema. Y encuentro este de José Emilio Pacheco: 

“Nacen en los pantanos del insomnio.

    Son negrura viscosa que aletea.

    Vampiritos inermes,

    sublibélulas,

    caballitos de pica

    del demonio”.