Decir “pobres nuestros representantes” quiere decir pobres nosotros.
En junio de 2018 escribí “Pobre Macri”, cuando el ex presidente había pasado de ser el gran ganador de las legislativas, a convertirse en alguien sin rumbo y castigado por las encuestas. Y en la primera columna de este año titulé “Pobre Cristina”, tras la derrota del frente electoral que ella comandaba y de exponer sus debilidades ante un Presidente que no le atendía el teléfono y una mayoría que le volvía a mostrar su rechazo.
Dos grietas. Pobre Alberto es un presidente que fue elegido por su vice para encabezar la fórmula, con el poder que le confería ser la líder mayoritaria del FdT. Además de una pandemia inédita y de una guerra en Europa, durante estos dos años y medio una buena parte de sus esfuerzos pareció puesta en lidiar con ella y las tensiones internas.
Como si de por sí no fuera difícil hallar una salida a esta crisis que se inició en el segundo gobierno de Cristina y se profundizó en la gestión Macri, Alberto Fernández refleja el conflicto de la doble grieta que cruza a la Argentina. Una que divide a oficialistas y opositores como si fueran enemigos irreconciliables. Otra que separa, casi con la misma virulencia, a los sectores internos de cada grupo.
Con la lógica de que cada presidente es la representación de una mayoría circunstancial, creo que tanto sus fracasos como sus éxitos lo que expresan son las posibilidades e incapacidades de los sectores socioeconómicos que los avalan.
La doble grieta hace que un presidente peronista casi no cuente con medios militantes
Entiendo que, en la conversación pública, es más fácil convertir la complejidad histórica en historias personales: el problema fue que Menem era corrupto, que De la Rúa estaba enfermo, que los Kirchner eran autócratas y Macri, un rico insensible. Este razonamiento lleva implícita la utopía popular de que si un presidente fuera honesto, sano, democrático y sensible, los problemas del país se solucionarían.
Discrepo. Si bien son cualidades deseables (no solo para los políticos), por sí solas no garantizan eficiencia de gestión.
Primero, porque los mandatarios no pueden ser muy distintos que sus mandantes. Por eso son elegidos, porque con sus defectos y virtudes representan bien a sus votantes. Segundo, porque los modelos económicos y políticos que esos mandatarios llevan adelante, suelen ser una síntesis entre lo que sus mandantes desean (suponiendo que los beneficiará) y lo que la realidad les permite según la relación de fuerza con los otros sectores.
Eco. Como sus antecesores, Fernández es una consecuencia, no una causa.
El debate histórico sobre el dilema causa-consecuencia tiene su ejemplo tradicional y extremo alrededor del surgimiento de Hitler. Para entender por qué ese hombre fue producto de una sociedad y no al revés, es muy recomendable la investigación de Peter Fritzsche en su libro De alemanes a nazis.
Fernández es el eco de una sociedad que, después de décadas, consolidó la democracia, pero no su sistema económico. Y es consecuencia directa de una alianza social integrada por votantes históricos del peronismo (sectores del empresariado nacional y del mundo del trabajo), cierta clase media heredera de la pequeña burguesía setentista y una parte de los desplazados del trabajo formal y de la marginalidad que pueblan el conurbano bonaerense.
Una alianza más fragmentada de las que antes generaban presidentes peronistas (siguiendo la fragmentación social de época, producto de la globalización, las nuevas tecnologías y el vértigo de sus cambios), que suma menos que la mitad de la población y carece de un líder hegemónico, como también era tradición. Incluyendo en esa alianza tanto a quienes cavan la grieta como a quienes desconfían de la verosimilitud de tal relato.
En cuanto a la correlación de fuerzas, esa alianza confronta con otra integrada por sectores sociales que, en conjunto, tampoco llegan a la mitad de la población y que están cruzados –al menos en parte– por la misma polarización extrema.
Medias verdades. AF es producto de esta fragmentación de época a la que la política no solo no puede conciliar, sino que le suma fragmentación. El resultado de la fragmentación de la fragmentación no podía ser otro que el de esta Argentina actual.
Es lo que sostenemos en PERFIL desde hace años. No habrá un modelo que sea exitoso y sustentable si no cuenta con el consenso y la representación política de una mayoría ampliada. Porque la economía no funciona sin confianza. Sin confiar en que todo no gire 180° cada cuatro años, sin confiar en reglas, sin confiar en el otro.
En este contexto, es comprensible que para un sector de la sociedad y de sus políticos, nada de lo que el Presidente haga sea correcto y confiable. Esta semana, en AEA, los empresarios decían que sus negocios marchan bien o relativamente bien, pero el clima general reinante era pesimista.
Cualquier índice positivo siempre encuentra una contraparte negativa. El crecimiento esperado este año, los 24 meses de expansión de la industria o la caída de la desocupación serán refutados por el incremento desmedido de la inflación, la caída del salario real o el permanente déficit fiscal. La suba de las exportaciones será confrontada con las trabas para importar. Los récords de producción de petróleo y gas no estarán a la altura de la potencialidad de Vaca Muerta. Y el gasoducto Kirchner será un proyecto inspirado en la corrupción más que una obra que abastecerá al mercado interno y generará divisas.
Todas pueden ser medias verdades, pero desde el fondo de la grieta se vuelven verdades absolutas.
Además, la doble fragmentación social y política lleva a la curiosidad de que un jefe de Estado peronista casi no cuente con medios militantes. Están los que cuestionan su populismo, su posición débil frente a Cuba, Venezuela y Nicaragua y su inconsistencia económica. Y están los medios cristinistas que lo consideran demasiado amistoso con el establishment, le cuestionan la misma débil posición ante esos tres países (en sentido contrario) y critican su fiscalismo económico.
Culpas. La pregunta clave es si hoy existe una mayoría predispuesta al consenso.
Si la respuesta es “no”, entonces deberá pasar más tiempo hasta convencernos de hacerlo distinto. Pero si la respuesta es que ya existe un caldo de cultivo social para generar un acuerdo amplio, entonces estamos ante las puertas de nuevos tipos de alianzas políticas.
Seguir creyendo que la culpa es de Cristina, Macri o Alberto, facilita la crónica periodística, alivia la conciencia y hace más divertidos los asados. Aunque pensar a la historia y al futuro a partir de nombres propios y no de fenómenos sociales, dificulta la solución.
Los presidentes lo podrán hacer mejor o peor. Y se deberán hacer cargo de eso. Que sean “pobres” en el sentido de ser herramientas que usa la historia, no los hace inocentes. Son responsables del lugar que eligieron y, para su bien y su mal, terminarán corporizando los éxitos y fracasos de su tiempo.
Tendrán un boletín de calificaciones final llamado PBI y cientos de índices con claros y oscuros.
Pero el principal problema por el que no se termina de encontrar una solución para este país rico generador de pobres, no son ellos.
Ellos son nosotros.