El fútbol es un amasijo de recuerdos. Como un relámpago en un cielo sereno, un comentario, una jugada excepcional, el nombre de un jugador pronunciado al azar, disparan un viaje sin estaciones intermedias hacia la nostalgia. Y eso fue lo que me sucedió el miércoles en la cancha de River mientras una lluvia incesante e implacable bendecía nuestra felicidad de hinchas y mientras gritábamos desaforados, junto con mi hijo Tomás, el golazo consagratorio de Alario. Allí estaba a mis 7 u 8 años junto con mi padre en lo alto de la tribuna Centenario viendo, a mediados de los años 60, mi primer partido con Amadeo Carrizo al arco y un River inolvidable que marcaría todos los años de mi infancia de fanático capaz de resistir todas las desgracias que nacieron, eso me parecía, el mismo año que vine al mundo –1957– y que me haría vivir un largo exilio futbolístico hasta que, de la mano de Angelito Labruna, recobramos la maravillosa sensación de salir campeones. Aquella delantera de los 60 (Cubilla, Artime, Onega y Mas) quedó para siempre grabada en mi memoria, quizá porque en aquella época todavía los jugadores permanecían por muchos años en sus clubes, lo que les permitía convertirse en figuritas. Memoria de amigos que ya no están y con los que compartimos domingos únicos pero también abrumadores lunes cargados de la derrota del día anterior y de las cargadas de los compañeros que disfrutaban nuestras penurias gallinas. Recuerdo de la tristeza del 4 a 2 en Santiago de Chile contra Peñarol. Silencio desde la lejanía de un país arrasado por la dictadura cuando perdimos nuestra segunda oportunidad, con el Cruzeiro, de ganar la Libertadores (qué nombre imposible en medio de una Argentina siniestra y opresiva). Alegría desbordante en el ’86 con el gol de Funes y festejo loco en el ’96 con ese River también inolvidable de la mano de Francescoli. Lágrimas de un niño de 11 años que evocan en mí el sentimiento dulce de llorar por el club de los amores cuando un lunes –la fecha se había postergado por lluvia– me bajé del bondi que me llevaba al Monumental con la certeza de festejar, ¡ahora sí!, el campeonato después de que Yazalde metiera el tercer gol contra Racing que consagraría a Independiente. Aquel recuerdo del primer partido con mi viejo y, ahora, el del primero yendo con mi hijo a la cancha también un día de lluvia, como si el abrazo de la nostalgia amorosa uniera en un instante a tres generaciones. Una jugada increíble del Beto Alonso haciéndole a Santoro el gol que no pudo hacerle Pelé a Masurkiewicsz en el Mundial del ’70. Tristeza infinita cuando se abrieron las fauces del infierno y descendimos a la B (por esas locas cosas del fútbol recobré, en ese año tremendo, la pasión y el sufrimiento de la infancia por el equipo de mis amores en su momento más aciago, el tiempo del infortunio y la vergüenza). Todos los fantasmas riverplatenses se juntaron en la noche del miércoles: las alegrías desbordantes y las frustraciones más duras, el orgullo de sostener un estilo de juego que viene de muy atrás pero que en mí evoca al River de Didí. Lo mejor, sin dudas, fue el interminable abrazo y la caminata con mi hijo, bajo la torrencial lluvia, desandando las más de treinta cuadras desde el Monumental y sintiendo en el alma que uno siempre vuelve a los amores de la infancia, donde nació mi identidad futbolera de la mano de mi viejo.
*Secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional e hincha de River.