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Sarmiento, Rosas y la memoria nacional

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Araíz de los Bicentenarios y de los nuevos feriados nacionales, vuelven las viejas polémicas de la historiografía que dividen a la memoria nacional en réprobos y elegidos.

El bicentenario del nacimiento de Domingo Sarmiento (15 de febrero) quedó reducido a un festejo provincial de los sanjuaninos. En un discurso pronunciado ese mismo día, la presidenta Kirchner omitió toda referencia al “padre del aula”. Este olvido deliberado contrastó con el reconocimiento a Rosas a partir del decreto que incorporó el 20 de noviembre, aniversario del combate de la Vuelta de Obligado, a los feriados nacionales (Día de la Soberanía Nacional). En esto siguió la línea de memoria histórica inaugurada por el presidente Menem en los noventa: traer al país los restos de Rosas y levantarle un monumento en Palermo, frente a la estatua de Sarmiento.

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¿Rosas o Sarmiento? Ambos sintetizan en sus vigorosas personalidades dos modos opuestos de mirar al país. Así lo entendieron hacia 1930, cuando se quebraron los consensos aceptados durante cincuenta años de crecimiento del país, quienes empezaron a buscar en el pasado a los responsables de la crisis y de la decadencia. Entonces se culpó a los liberales, que importaron la idea constitucional, trajeron capitales y proclamaron los beneficios de la libertad “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Esta condena fue expresada por el poeta y ensayista Ignacio B. Anzoátegui en clave de humor: “Sarmiento trajo tres plagas: los italianos, los gorriones y las maestras normales” (Vidas de muertos, 1934). Así expresaba sus temores a la inmigración, a la contaminación y a que la educación pública volviera menos controlables a las masas populares.

Lo cierto es con italianos y otros gringos, con gorriones y ferrocarriles, con escuelas y mujeres maestras, y también con criollos alfabetizados, se construyó la Argentina moderna en la que Sarmiento tuvo participación sustancial. Proyecto al que le dio una orientación más de clase media que de elites: la instrucción es la forma de que cada cual se adueñe de su futuro.

Volviendo a Anzoátegui, hay que admitir que ni era un demócrata ni pretendía serlo. Admiraba a los dictadores fascistas en la misma medida en que aborrecía a las democracias, al marxismo, a los extranjeros en general y a los judíos en particular. Veía en Rosas al dictador paternalista, defensor del ser nacional contra el imperialismo protestante. Capaz de gobernar sin “papelitos” (Constitución), con los grandes estancieros porteños, y de distribuir entre los caudillos provincianos amigos algo de la renta de la aduana, única “caja” de aquellos tiempos.

Cuando se compara a Rosas con Sarmiento conviene recordar sus respectivas miradas en materia de educación popular. Rosas desfinanció los establecimientos educativos de Buenos Aires, no sólo porque debía destinar fondos a la defensa nacional, como argumentaron los revisionistas, sino porque íntimamente recelaba de los efectos de la instrucción. Así se expresó cuando estaba en el exilio, en carta a Pepita Gómez (1871): el plan aprobado en Buenos Aires para la enseñanza “compulsoria y libre” sólo produciría anarquía en las ideas de los hombres porque es perjudicial enseñar a las clases pobres (José Read. J. M. de Rosas. Cartas del exilio, 1974). Como se sabe, Sarmiento tomó el camino opuesto: hizo de la educación popular el asunto central de su proyecto de país antes, durante y después de ocupar la presidencia.

Es comprensible que intelectuales conservadores (Palacio, Gálvez, Irazusta) fueran rosistas y antisarmientinos. Menos se entiende que el peronismo, guiado por Arturo Jauretche y José María Rosa, que valorizaron en Rosas la expresión de un liderazgo esencialmente popular, adoptara una postura similar. Tampoco se entiende que el ala “progresista” del peronismo actual, embanderada en la lucha contra la discriminación, perdone al general Rosas la Campaña del Desierto de 1833, mientras condena por genocida al general Roca, quien la imitó y completó 46 años después. El pensamiento íntimo de Rosas a ese respecto se lee en las instrucciones al coronel Ramos sobre cómo matar a los prisioneros indígenas simulando una fuga (A. Dellepiane. El testamento de Rosas, 1957). Carta terrible, como la de Sarmiento sobre derramar sangre de gauchos.

Rosas y Sarmiento contribuyeron con aciertos y errores a construir el país y merecen ser parte de su memoria. Pero para evitar que vuelva a escribirse una “historia oficial” de réprobos y elegidos, sería bueno utilizar criterios alejados de las barricadas de otros tiempos y, en el caso de Sarmiento, no olvidar el valioso legado del “que nos enseñó a leer”, como dijera aquel trabajador del cementerio en el acto de remoción de sus restos.


*Historiadora.