Para el filósofo alemán Boris Groys, toda “revolución es la transferencia de la sociedad desde el medio del dinero al medio del lenguaje”: toda economía opera con cifras y el medio en el que funciona la política es la lengua. Y Ludwig Wittgenstein hablaba de “juegos de lenguaje”: palabras que definen su significado a través de otras palabras, diferentes a las pocas palabras que se definen designando un objeto. Juegos de lenguaje que reflejan “experiencias del pensamiento”: creaciones que forman parte de actividades y estilos de vida. Una disciplina requiere un juego de lenguaje. Una ideología, también. Pero que sea “juego” no quiere decir que no tenga reglas, y para Wittgenstein era su uso lo que legitimaba el significado de las palabras.
Alberto Fernández se introdujo en campaña en un dilema difícil de eludir siendo presidente sin pagar costo político
Lawfare también es un juego de palabras: en la palabra inglesa warfare (“ir a la guerra”) se cambia law (ley) por war y se lo traduce como “guerra judicial”. En la campaña electoral del Frente de Todos, el útil aporte que produjeron el uso y la instalación de la palabra lawfare, convertida en exitosa herramienta proselitista, se convierte en el primer gran problema de Alberto Fernández durante la luna de miel de cien días de que gozan todos los presidentes recién elegidos (lleva 66 días, le quedan 34).
Porque el candidato Alberto Fernández se sumó a la denuncia sobre la existencia de lawfare contra funcionarios de los gobiernos kirchneristas y el ahora presidente Fernández se enfrenta a la contradicción: ¿cómo pudo haber lawfare y no haber habido responsabilidad de una parte de fiscales y jueces? Y si hubo lawfare, ¿cómo no se promueven ahora denuncias por los delitos que esos jueces y fiscales cometieron?
Si hubo delitos de jueces y fiscales al juzgar y procesar sin pruebas a dirigentes por el solo hecho de pertenecer a un campo político, entonces hay detenidos políticos.
El argumento de Alberto Fernández sobre que solo son presos políticos aquellos detenidos a disposición del Poder Ejecutivo es otro juego de lenguaje. Puedo entenderlo bien porque fui el último puesto a disposición del Poder Ejecutivo a fines de la última dictadura, el 24 de marzo de 1983, luego de que el gobierno clausurara la publicación que dirigía por entonces. Y en aquellas circunstancias se trataba de un claro procedimiento donde no existían las garantías constitucionales, no intervenía ningún juez, no se podía apelar a una instancia superior y la orden de detención se ejecutaba sumariamente. Esa no es la situación de De Vido, Boudou, D’Elía y Milagro Sala.
Entre los argumentos contrarios a considerar “presos políticos” solo a los detenidos a disposición del Poder Ejecutivo, se utilizó el ejemplo de la condena y detención de Nelson Mandela en Sudáfrica, que cumplió con el curso legal de ser dispuesto por los juzgados de ese país y no por su presidente e igual se trató de un claro preso político. Pero lo que le dio ese atributo fue el carácter no democrático del régimen sudafricano de entonces, porque no podía votar el 80% de la población que por el apartheid (“separación” en la lengua africana) segregaba a los negros como Mandela. Sudáfrica era una dictadura.
El problema que tiene Alberto Fernández no es solo con la Justicia. Como le reclaman desde el kirchnerismo, podría como Alfonsín enviar una ley al Congreso, crear un tribunal especial que revisara las sentencias y los procedimientos y hasta llegar a juzgar a los miembros del Poder Judicial y a los fiscales que intervinieron. Pero no podría hacerlo sin también enjuiciar a los medios de comunicación, a los que se acusa de haber sido cómplices de los malos jueces y fiscales en el lawfare. En ese caso, Alberto Fernández se tendría que enfrentar a dos sectores al mismo tiempo, y la frágil economía se resentiría más con una nueva batalla del Gobierno contra los medios que contra parte de la Justicia.
Está en la memoria de Alberto Fernández el ejemplo de Alfonsín pagando el precio de contribuir al caos económico de entonces con el agregado de la inestabilidad política para poder hacer su juicio a las juntas militares.
Por su parte, Alberto Lugones, el flamante nuevo presidente del Consejo de la Magistratura e integrante de la Cámara Federal de San Martin, dijo a poco de ser designado que en Argentina “no hay presos políticos”, pero sí lawfare porque “hubo abusos en las prisiones preventivas”, aunque consideró necesario “esclarecer si el Estado estuvo detrás de perseguir” personas de distinta opinión política.
El juez Lugones, al igual que Alberto Fernández, queda él mismo prisionero de su juego de lenguaje porque no podría no haber sido comprometido el Estado si hubo lawfare, porque los jueces y los fiscales son parte del Estado.
Y no se trata de funcionarios aislados porque las prisiones preventivas, además de ser pedidas por distintos fiscales y dispuestas por distintos jueces, fueron confirmadas por diferentes tribunales superiores. Pero tampoco el problema de Alberto Fernández se extinguiría resolviendo “el abuso” de las prisiones preventivas, porque parte de los presos a quienes se asigna el calificativo de políticos están con condena y, en algunos casos, por más de una instancia. Y por último queda el problema de los juicios aún sin prisión preventiva, como los varios que tiene Cristina Kirchner.
Alberto Fernández dijo que se trata de una “discusión semántica”, pero escribió Isaac Reed en su libro Social Theory Now: “La acción humana tiene lugar dentro de un mar semántico y, para explicar lo que se hace, se debe decir algo sobre el agua en la cual se nada”. La única situación en la que, por lo menos idealmente, ninguno de los actores precisa saber qué significa para el otro la transacción es en un intercambio económico, porque el dinero es un lenguaje de cálculo y no de ponderación.
La discusión semántica de Alberto Fernández es discusión material para Cristina Kirchner y los condenados
Para complicarle más la vida a Alberto Fernández con los juegos de lenguaje, el filósofo Bruno Latour concibe la idea del “materialismo semiótico”. Y otros filósofos directamente piensan que producción sería igual a significación porque “todo proceso de producción y consumo social es y debe ser al mismo tiempo un proceso de significación e interpretación”.
En síntesis: la discusión semiótica es una discusión material y, para el kirchnerismo, la más importante de todas.