Sí porque es necesario. No porque no debería serlo. Necesario día a día ya que no hay uno en el que no tengamos noticia de un nuevo episodio de violencia contra una mujer. Y lo peor es que ya casi nadie les da importancia a esas noticias. Decimos, dicen, que barbaridad y hasta sentimos, sienten, que algo debería hacerse, que incluso cada uno y una de nosotras debería actuar, ayudar, estar presente. Pero no nos movemos más allá. Sí, claro, es terrible, y hasta a veces hay un movimiento del alma que nos lleva a visualizar el dolor. Al pensar en esa chica torturada, empalada, destrozada y al fin, gracias al destino, a Dios, al tiempo, vaya a saber a que, muerta, clausurada para el mundo en el cual ya no correrá su sombra ni se oirá su voz. Cerramos las puertas, fuertes ante el horror al que ni siquiera podemos calificar de locura. No, mi estimado señor, no estamos locos, no están locos los que violan, hieren, se tapan la cara y asaltan a una chica que vuelve de la escuela, la meten en un auto y disponen de ella como si fuera un instrumento sin capacidades humanas, una cosa. Pero una cosa que sufre y que por eso mismo causa un placer monstruoso, invasor y desesperado. No porque no tendríamos que necesitar esto que nos da esperanzas, esta marcha, estas adhesiones, la presencia de una multitud para pedir algo que es tan básico como la alimentación o el sueño o la tranquilidad de una vida plácida que se desliza con matices, con palabras, risas, amaneceres y esperanzas. Las chicas tendrían que poder ir solas a la escuela, a la casa de su compañera de clase, al cine, al parque, a donde fuera. Y las horas tendrían que ser todas iguales para ellas, lisas, olorosas a invierno o a noche o a fiesta o a proyecto, eso, a proyecto que aparece, se sueña, se acaricia, se cambia, o no, por otro, se susurra al oído de la compañera, se ve allá o acá muy cerca. Por favor, querida señora, haga usted lo posible para que la vida cambie y podamos ya no pensar en que sí o que no.