COLUMNISTAS

Territorio ocupado

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Entro en puntas de pie en el terreno de las artes visuales. Es un mundo intimidatorio, lleno de enigmas y trampas. Pero hay cada vez más cineastas que tienen una formación en ese campo y, recíprocamente, quedan pocos directores importantes que no hayan incursionado en el género de la instalación. Abro el diario, por ejemplo, y encuentro que la Bienal de San Pablo se enorgullece de presentar trabajos de Jean-Luc Godard, de Chantal Akerman y también del británico Steve McQueen –homónimo del famoso actor–, que se formó como plástico, se hizo conocer en el videoarte y terminó ganando un premio en Cannes por su primera película “de cine”. De hecho, la tecnología digital va convirtiendo ese territorio híbrido –pero cada vez más amplio y más estable– en prueba del colonialismo de las artes visuales, que amenaza quedarse en el futuro con todo lo que se diferencie de Hollywood.

De hecho, así como a lo largo del siglo XX la física fue dejando su lugar a la biología como disciplina de punta y centro del paradigma científico, las artes visuales desplazaron casi simultáneamente a la música como eje de la discusión acerca de la vanguardia estética. A partir de Marcel Duchamp (nombre que en estos días uno se encuentra al abrir la heladera) se acabó la posibilidad de definir los límites del arte y Warhol (que, casualmente, fue el primer pintor en hacer cine de un modo sistemático) acabó con la modernidad adorniana y dio paso a la misteriosa y dispersa categoría del “arte contemporáneo”. Desde entonces, no se sabe qué es el arte, pero tampoco si vale la pena preocuparse por la pregunta. Tampoco parece que haya ninguna necesidad de ello en un universo próspero regido por curadores, galeristas y marchands y en el que las obras valen por su impacto mediático y por lo que el mercado dictamina. En medio de la confusión se registran curiosas alianzas: custodios conservadores de la tradición coinciden con militantes radicales de izquierda en la denuncia de ese estado de cosas y proclaman la agonía, el fin o la muerte del arte.

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Se acaba de traducir La querella del arte contemporáneo, del francés Marc Jimenez, un libro que puede servir muy bien como introducción a la historia de estas controversias y como ayuda para todos aquellos a los que la cinefilia nos enseñó a cruzar la calle cuando pasamos frente a un museo. Jimenez se instala en la década del noventa y en el debate sobre si el arte admite todavía un discurso o es en verdad cualquier cosa, n’importe quoi, como dicen sus detractores franceses. Pero el autor revista en el bando de los optimistas y concluye que todavía hay esperanza para el arte e incluso para la crítica, a condición de que cada obra sea analizada por separado, sin caer en generalizaciones que provengan de prejuicios ideológicos o de simplificaciones lingüísticas. Jimenez nos dice que todavía hay artistas cuya obra debe ser examinada de cerca para distinguir la inspiración, el compromiso y la originalidad del sensacionalismo, la banalidad y la complacencia. Claro que esto no es nada obvio. El libro está lleno de ejemplos de prácticas fronterizas, de obras, instalaciones y performances cuyo estatuto parece indecidible. Mi favorita es la del chino Zhu Yu, que en una ocasión se preparó cuidadosamente un feto humano y procedió a almorzárselo en público “según la tradición de un ritual antropofágico”. Pero mejor es la nota al pie que dice así: “sin embargo, la autenticidad de esta acción ha sido cuestionada”. Vuelvo a abrir el diario, leo que la artista cubana Tania Bruguera distribuye cocaína entre el público y me doy cuenta de que –como ocurre con las leyendas urbanas– no importa si estas manifestaciones del nuevo arte existen en verdad. Y también me doy cuenta de que ser crítico de cine es mucho más fácil.