Resulta habitual en los discursos de gran parte de la dirigencia política explicar que para sacar el país adelante es necesario alcanzar acuerdos y consensos.
El desacuerdo. Para nombrar dos ejemplos, Sergio Massa expresó no hace mucho tiempo que su deseo era sentarse con la oposición para acordar la aprobación de un conjunto de leyes. Hoy esto parece muy lejano. Por su parte, Horacio Rodríguez Larreta también planteó –en una de las pocas declaraciones político-estratégicas que se le conocen públicamente– la necesidad de hacer un gobierno “con el 70% del sistema”.
Resulta lógico y racional pensar que toda definición de políticas públicas necesita la colaboración de las partes interesadas aun cuando expresen intereses contradictorios, situaciones donde el Estado funcione como una especie de árbitro. Sin embargo, este “árbitro” también expresa partes en conflicto y para lograr resultados se debe tener mayorías naturales –bloque propio mayoritario parlamentario producto de las elecciones– o negociación con las fuerzas opositoras. No obstante, en Argentina –así como en otras partes del mundo– el Poder Ejecutivo tiene la posibilidad de saltar al Congreso mediante decretos de necesitad y urgencia. No es difícil observar que los decretos presentan una posible arbitrariedad, por lo cual los afectados tendrían la posibilidad de acudir a la Justicia –hoy cuestionada– para preservar sus derechos. La facultad de firmar decretos por parte del PE está amparada por el artículo 99 mientras “no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos” y deben ser convalidados por la comisión bicameral respectiva.
Imposibilidades. La idea del consenso y la negociación en la política argentina es una teoría que se da de cabeza contra la realidad. Algunos ejemplos bastan: Argentina no tiene desde 2009 defensor del Pueblo, un cargo curioso que tiene una insfraestructura estatal bien desarrollada pero no titular nombrado por el Congreso porque requiere las dos terceras partes de ambas cámaras. No lo pudieron postular Cristina Kirchner, Mauricio Macri o Alberto Fernández. Algo similar ocurre con el procurador general (vacante desde 2017) porque para su nombramiento se necesita la mayoría agravada del Senado. La misma explicación sirve para entender por qué la Corte Suprema tiene solo cuatro miembros cuando debieran ser cinco. Para nombrar el quinto juez también se precisa mayoría especial en el Senado. Y para enjuiciarlos se precisan las dos terceras partes, pero en ambas cámaras, lo que obliga a pensar que el pedido de juicio político que está encarando el PE en estos días no tiene más destino que desgastar a los supremos, en un contexto de falta de confianza social sobre el sistema de justicia en el país.
También es justo recordar que dos de los cuatro miembros actuales de la Corte (Rosenkrantz y Rosatti) fueron nombrados inicialmente por decreto por Macri –sin postularlos como se debe– el 14 de diciembre de 2015 (a cuatro días de asumir). La Corte había quedado con tres miembros tras las renuncias de Fayt y Zaffaroni. Macri defendió en su momento su decisión planteando que era su potestad y que ni los conocía. Se debe decir que los nuevos miembros solo juraron meses después tras la obtención de la mayoría necesaria en el Senado.
Separados. Lejos de lograr acuerdos mínimos en cuestiones institucionales, el sistema político argentino marcha a la fragmentación, donde las famosas coaliciones solo pueden reunirse en el marco de la hiperpolarización, es decir “ir contra el otro”, así las famosas “políticas de Estado” en las que “todos estamos de acuerdo” solo pueden brillar por su ausencia. Por esto, hoy incluso es difícil imaginar, a solo seis meses de lo dispuesto por el cronograma electoral, los cierres de lista en las principales coaliciones. Hoy por hoy, ¿se podría decir que Alberto Fernández y Cristina Kirchner pertenecen al mismo espacio político? ¿Massa aceptaría finalmente ser candidato si el Frente de Todos no asegura las mínimas condiciones para ser competitivo? Se debe observar que el inicio del juicio político a la Corte apunta a reposicionar a Fernández para su reelección.
Por el lado de Juntos por el Cambio pasa algo similar. Sería algo difícil de entender para un observador extranjero que Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich pertenecen al mismo partido político (el PRO). La lucha de los contendientes por la foto con Macri –que Bullrich logró esta semana– habla más de la debilidad de ambos que de sus fortalezas. La falta de puntos en común es tal, que va a ser pertinente preguntarse si los votantes de esta última votarían por Larreta si perdiera la PASO o se irían tras Javier Milei. Las dudas sobre el futuro de JxC son algo que está equilibrando la balanza electoral en términos sorprendentes.
Contragolpe. La contracara de la fragmentación se puede observar en el acuerdo del nuevo frente conformado en Santa Fe entre el PRO, el radicalismo y el socialismo. Esta formación, de conservar los votos obtenidos por JxC y el Frente Socialista en 2021, obtendría el 52% de los votos y estaría en condiciones de cambiar el signo político de la provincia. Será interesante seguir de cerca este acuerdo y observar cómo será el momento de elegir candidatos a gobernador para las primarias de la provincia. Sin embargo, surgen las dudas sobre el comportamiento de los votantes más a la izquierda del propio socialismo: ¿qué predomina: el deseo de desalojar al peronismo del poder o mantener ciertas convicciones ideológicas?
A partir de este acuerdo, Santa Fe se ha convertido en un laboratorio para tener en cuenta, y prestar atención sobre este modelo puede extenderse a la provincia de Buenos Aires, donde los votos libertarios serán fundamentales para que Axel Kicillof pueda ser reelecto, como ya muestran varias encuestas. Aquí, en un baño de pragmatismo, Cristian Ritondo pidió un acuerdo con Javier Milei en la provincia, mientras José Luis Espert duda entre incorporarse a JxC o jugar la ficha del ascenso del libertarismo que se prefigura para este año. La moneda está en el aire.
*Sociólogo (@cfdeangelis).