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Un ‘shintai’ duradero

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Nunca se sabe bien cuando una religión está viva, agoniza o está muerta. En ocasiones su período de máximo esplendor no se presenta cuando un número creciente de personas les asigna verdad a sus afirmaciones sino después, ya convertida en una serie de rituales muertos o trasvasados a nuevas religiones con sus creencias frescas (así Mitra entró en Cristo).
Al respecto, ignoro cuál es el estado actual del sintoísmo, la religión originaria del Japón antiguo (que es mi paraíso terrenal de temporada), un culto animista que cree en la existencia de espíritus de la naturaleza. Pero sé que buena parte de sus ceremonias se trasfundieron y mezclaron con el budismo sin que su originalidad haya perdido demasiado: Dios y los dioses admiten indecorosamente toda mezcla.  Para el sintoísmo, hay un concepto (o una presencia) llamado shintai. Son objetos físicos que están cerca o en el interior de los santuarios y que funcionan como la iglesia o templo donde los kami (o espíritus) reposan y se entregan a ser homenajeados. Un shintai puede ser un espejo, una joya, una escultura, puede ser roca, montaña, árbol y cascada. Pero los espíritus no sólo toman la materia y la invisten con su presencia. También pueden, por ejemplo, convertir a una persona en un shintai viviente. Un luchador de sumo en su momento de esplendor, por ejemplo. Entre la materia y el espíritu se establece una dialéctica. Los espíritus entran en los objetos, pero éstos también pueden emitir su propia demanda, atraer de algún modo a los espíritus para que éstos los habiten. En nuestros tiempos cualquier cosa es shintai. Un par de zapatillas, la sonrisa de Trump, el hueso de un difunto. En Japón, en cambio, el objeto que contiene al espíritu pasa por un proceso cuyo resultado último es sustraerse a la mirada. Un shintai duradero es envuelto, y su envoltorio es envuelto a su vez, y así sucesivamente, hasta producir el mito de lo sagrado.