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sufrimientos

Una metáfora

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Imagen ilustrativa | Soledad | Unsplash | Joshua Earle

Parece haberse extendido, al menos en ciertas zonas muy sulfuradas de la circulación social de discursos, la metáfora del llorar. No en el sentido del conocido poema de Oliverio Girondo, tampoco en el del coro desgarrado de El rey, de Vicente Fernández, tampoco en el de esos cantos de cancha que no faltan en los días de lluvia, tampoco en el de esa lágrima inolvidable que corre suavemente por el rostro de Ingrid Bergman. Nada de eso, sino esto otro: la idea de que el que protesta, critica, denuncia, reclama, discute, no está haciendo otra cosa que “llorar”. Es frecuente esa presunción, o bien la invitación hostil y displicente de “ahora decilo sin llorar”.

¿A qué respondería esta tendencia, tan marcada últimamente? No por cierto a una predisposición general al llanto, sino más bien a una necesidad muy arraigada de suponer que el otro llora. Que lo que hace no es protestar, criticar, denunciar, reclamar, discutir, sino llorar: únicamente llorar. O bien que, mientras se ocupa de hacer todo lo otro, además está llorando.

Parece haber un regodeo morboso, un goce retorcido que se nutre del padecimiento ajeno

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¿Por qué será que en este tiempo abunda tanto esa fantasía? Porque muy a menudo es eso, una fantasía, algo que alguien imagina y decide adjudicarle a otro. ¿Por qué lo precisará tanto? Parece haber un regodeo morboso, un goce oscuro y retorcido, que se nutre del padecimiento ajeno. Por eso se lo supone llorando, en el tanteo de un sufrimiento real (la posibilidad de que llore de veras), para así activar un disfrute alimentado a puro rencor. Es como reían los personajes maléficos en las series y las películas, frotándose las manos de solo pensar en el daño que eran capaces de hacer. En la parodia que llevó a cabo Austin Powers, alterando la convención temporal del montaje, se introdujo una cuestión capital: ¿adónde va a parar esa risa, cuál ha de ser su desenlace?

Me pregunto si las críticas a la “superioridad moral”, a veces cierta pero a veces supuesta, no tendrán algo que ver con esta moda de ser mala persona. Y si las objeciones a la “piel finita” no derivaron en una coartada hecha a medida de la gente jodida. Y también qué pasa con todo esto cuando se convierte en política de Estado, produciendo sufrimientos reales con la fuerza incomparable de sus aparatos de coerción.