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Una puesta de sol

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Todo tiene una explicación, y la que me lleva sin razón aparente a Claude Lévi-Strauss es la que sigue. En la redacción del diario donde trabajo solemos elevar el monitor de las computadoras con lo que tenemos a mano: hay quien usa diarios viejos, quien usa cajas de cartón o de madera y quienes usan libros (esos son la mayoría: yo prefiero lo que fue una caja de vinos). La otra tarde estaba hablando con un diagramador y vi que debajo del monitor tenía un libro en donde se leía al revés Claude Lévi-Strauss. Saudades de São Paulo. Naturalmente, el libro fue inmediatamente expropiado –cosa que a su viejo dueño no le preocupó en lo más mínimo, solo se limitó a pedir un reemplazo para elevar el monitor a una altura óptima. 

El libro reúne fotografías del propio Lévi-Strauss de la ciudad en donde recaló en 1935 para trabajar en la Universidad de São Paulo, una ciudad, como es previsible, muy distinta a la que es ahora, en la que el ganado convivía con los autos y los tranvías, en el que en las cimas de las colinas aparecían los primeros edificios modernos y en el que las sábanas colgaban de los tendederos (probablemente sigan colgando ahora).

Casi sesenta años después, aferrándose a una sentencia (“Una ciudad es como un texto que para comprender hay que saber leer y analizar”), el antropólogo escribió unas palabras para acompañar las imágenes que él mismo había sacado. Pero aunque parezca increíble no es de ese libro que quiero hablar.

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Conozco una sola persona, Eduardo Grüner, que no va a ofuscarse con la frase que sigue: considero a Lévi-Strauss el mejor escritor francés del siglo XX. ¿Pero cómo?, dirán algunos, ¿Y Proust? ¿Y Céline? Niños que juegan a quemar hormigas con una lupa. Todos están después, porque ninguno de ellos hubiese sido capaz de decribir tan extensa, pormenorizada y eficazmente un atardecer como lo hace Levi-Strauss al comienzo de Tristes trópicos. Ni siquiera hace falta leer todo el libro, basta con la primera parte (esa que empieza diciendo “Odio los viajes y los exploradores”) y saltar sin escalas al capítulo 7. Lévi-Strauss viaja a Nueva York junto a André Breton y Victor Serge: al primero no le dedica ni siquiera una oración, pero el segundo, al haber sigo compañero de lucha de Lenin, lo intimida un poco, y entonces le dedica un par de oraciones. Lévi-Strauss recuerda, relata, mira. Y entonces llegamos a la famosa puesta de sol.

Y digo famosa porque el efecto que produce es único e irremplazable: todas las personas con los que me he cruzado que habían leído Tristes trópicos recordaban no la puesta de sol en sí, sino el efecto que había provocado en ellos al momento de leerla. Son cosas que pasan cuando por ejemplo nos repetimos a nosotros mismos muchas veces la misma historia, ya sea por puro placer, para comprobar si aún la recordamos o para preguntarnos qué sigue haciendo ahí. Pero la puesta de sol no está teniendo lugar en ese viaje, Lévi-Strauss la recuerda, tantos años después (estamos en 1954, y el recuerdo data de veinte años antes, cuando desde Marsella se dirigía a Santos, en Brasil), y busca en sus viejas libretas hasta encontrarla. Entonces la copia y la ofrece en itálicas, que el modo cinematográfico que en literatura se tiene de dar a entender que eso que está desfilando delante de nuestros ojos ocurrió en el pasado. 

Por lo general las cosas importantes ocurren en completo silencio –con el revuelo y el ruido pasan otras cosas.  A lo largo de seis páginas Lévi-Strauss describe un atardecer de 1934 en medio del mar. Es algo que está antes de la nouveau roman, que no tiene nada que ver con el objetivismo, ni con los experimentos oulipianos, ni con el surrealismo, ni con nada. Lo que hace Lévi-Strauss es poner en palabras un misterioso e irrepetible estado de gracia.