A lo largo de toda la historia, las visiones sobre el futuro se han agrupado en enunciados demasiado utópicos o tristemente distópicos. ¿Quién querría vivir en el contaminado y lúgubre mundo que plantea Futurama? ¿O el caos económico y social que nos muestra Mad Max? Pero al mismo tiempo… ¿Alguien realmente cree que algún día viviremos en el mundo de Los Supersónicos? ¿O que efectivamente las máquinas nos harán mejores y más felices humanos?
Paradójicamente, la propia palabra utopía viene del griego y significa literalmente “no-lugar”. La palabra fue inventada por el filósofo inglés Tomas Moro en su libro del mismo nombre escrito en 1516, donde justamente describía la vida en la inexistente isla de Utopía: una comunidad ficticia basada en los ideales filosóficos y políticos del mundo clásico y el cristianismo, que contrastaba con la Inglaterra de su época, a la que Moro buscaba criticar. Pero la palabra “Utopía” no solo nos resuena a una situación ideal, sino también hace referencia al carácter excesivamente optimista, e impracticable de una afirmación. Y fue otro filósofo Karl Marx quien popularizó este término a mediados del siglo XIX. Marx, usaba el adjetivo utópico como una forma de descalificar a los primeros socialistas, como Robert Owen, o Charles Fourier, por querer aplicar ideas impracticables en pequeñas comunidades, conocidas como colonias, o falansterios.
Las distopías, también llamadas “anti-utopías”, se definen más bien por la contraria: surgieron como un antónimo de todo aquello que Tomas Moro describió en la isla de Utopía, aunque, paradójicamente con su mismo objetivo: criticar a la sociedad en el presente. En el caso de las distopías, la crítica está más bien posicionada en algún tiempo futuro, y –hay que decirlo– también son mucho más populares. 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury son algunos de los más conocidos ejemplos de distopías que probablemente todos hayamos escuchado alguna vez. Por su carácter futurista, las distopías implican generalmente la utilización de la tecnología, pero en un mal sentido, es decir, reemplazando, atacando, o volviéndose una amenaza para los seres humanos.
Las visiones del futuro desde hace mucho tiempo, pero especialmente en nuestra sociedad dividida, se mueven entre polos casi irreconciliables: tecnología/naturaleza, conflicto/paz, absolutismos/democracias plenas, ruinas/opulencia, robots/humanos… En fin, utopías y distopías. A lo largo de la historia, ha habido momentos más propicios para las distopías y otros donde el pensamiento utópico era más común. Así, por ejemplo, entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, las visiones optimistas sobre el futuro y el progreso de la humanidad fueron más comunes, y quizás el mayor símbolo de ese progreso cuyo fin no iba a llegar nunca fue la Expo Universal de París de 1889, que nos legó un monumento que quizás a alguno de ustedes le suene de algún lado… la Torre Eiffel. Pero el período que le siguió a éste, fue un poco más propicio para las distopías: dos guerras mundiales, el nazismo, y una terrible crisis económica que hizo tambalear las bases mismas del sistema capitalista no dejaban mucho lugar para grandes utopías. No es casual que fue en este momento que Aldous Huxley publicara Un Mundo Feliz (1932) o George Orwell hiciera lo propio con 1984 (1949). En un plano más local, y en clave tanguera, Santos Discepolo escribió su famoso tango Cambalache en 1934:
Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también…
A todo este periodo, sin embargo, y continuando con nuestro esquema pendular, le siguió una época algo más esperanzadora sobre el futuro de la humanidad: los gloriosos 1950. No es de extrañar que, durante este período, la ciencia ficción tuviera su etapa de esplendor: autos voladores, robots, la humanidad conquistando el espacio y la tecnología haciéndonos la vida mucho más sencilla fueron algunas de sus expresiones, materializadas en Los Supersónicos (1962) como uno de sus principales íconos. Pero a partir de la Crisis del Petróleo de 1970, las ideas sobre el futuro comenzaron a cambiar de a poco. Sucesivas crisis económicas, convivieron a lo largo de los últimos cincuenta años con avances que cambiaron radicalmente la vida de las personas, de una forma y con una velocidad nunca antes experimentada por la especie humana. Hoy, en el lenguaje cotidiano priman las distopías como Black Mirror, donde los seres humanos se vuelven cada vez más alienados, víctimas de la tecnología. Probablemente nos encontremos en un período distópico de la historia de la humanidad, y la pandemia de Covid-19 no ha ayudado a revertir esta idea, sino más bien todo lo contrario: la ha profundizado.
Hoy es difícil encontrar visiones altamente optimistas del futuro. De acuerdo con una investigación del Profesor Carey Morewedge, de la Universidad de Boston, las personas tenemos una propensión a interpretar negativamente los eventos presentes, y preferir el pasado. Es decir, que cuando pensamos en el pasado, tendemos a recordar las experiencias positivas. Sin embargo, cuando miramos al presente, lo juzgamos por todo lo que tenemos disponible a nuestro alrededor.
Pero esto, que nos sucede a nivel individual, también puede agregarse a nivel social y desde una perspectiva histórica ¿Quién no ha escuchado alguna vez la frase “todo tiempo pasado fue mejor”? Para el investigador sueco Johan Norberg, por el contrario, si miramos cualquier indicador de salud, higiene, alimentación, economía, igualdad, libertad, violencia o educación, estamos viviendo en el mejor momento de la humanidad. Para Norberg, “los buenos viejos tiempos, fueron horribles”.
¿Realmente todo tiempo pasado fue mejor?
*Autor y divulgador. Especialista en tecnologías emergentes.
Producción periodística: Silvina L. Márquez.