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Vamos a la playa

La playa es un lugar ideal para… bueno para muchas cosas. También para escribir una columna sobre ella.

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¡Qué embole volver de las vacaciones! Mucho más para mí después de unos días (43 en total) en un resort en St. Maarten, all inclusive, nadando entre delfines, comiendo manjares sin gluten y jugando al ula ula todo el día. La playa es un lugar ideal para… bueno para muchas cosas. También para escribir una columna sobre ella. De hecho, la primera columna que escribí para la contratapa de este prestigioso suplemento cultural (¿cuánto hace?, ¿10 años?, ¿11 ya?) fue sobre un libro que versaba sobre el tema. ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo. ¿Qué dije sobre él? Mucho menos. En el transcurso de ese tiempo, el disco duro de mi vieja PC dijo adiós, y contra mis pronósticos dos técnicos diferentes no pudieron salvar nada, sin tener yo copia alguna de lo escrito durante los primeros 5 o 6 años para este periódico. No dudo de que estarán todos archivados en alguna biblioteca. No obstante, ¿para qué los querría yo?

Entretanto, bien podría escribir una columna sobre el acontecimiento de perder la memoria (de la computadora) y además podría acceder a bibliografía sobre temas que no conozco. Creo que hoy en día no hay casi editorial que no publique libros sobre Google, internet, las redes sociales y esas cosas. No me vendría mal ponerme al día con esos temas juveniles que tanta importancia parecen tener y además…

¡Perdón, perdón, perdón! Paro aquí. ¡Es que me acordé del nombre del libro!: El territorio del vacío. Occidente y la invención de la playa (1750-1840), de Alain Corbin. Sigo en cambio sin recordar qué escribí, pero no tiene la menor importancia. Me acuerdo perfectamente de qué va el libro (y además lo tengo aquí, a mi lado para cotejar el texto contra mis recuerdos).

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Como todos sabemos, la playa es un lugar relativamente pequeño. ¿Cómo fue posible que esa angosta franja de arena se convirtiera en receptora de millones de personas por año? Como todos sabemos también, eso no ocurrió hasta hace muy poco tiempo, apenas unos siglos. Corbin lo data hacia 1750, con un cambio en la relación entre mar y playa. Hasta entonces, la playa era considerada como la prolongación del mar. Y el mar, como un lugar misterioso y peligroso en el que los barcos se hundían, las tormentas reinaban y los monstruos vivían (sobre todo en el imaginario antiguo hecho de medusas e inmensos peces asesinos).

Pero a mediados del siglo XVIII cambiaron dos cosas. Primero, la percepción del mar, que se volvió fuente de comercio y riquezas, lugar bajo control. Y también la de la playa, que comenzó a ser pensada como una prolongación de la tierra, de la vida urbana y no de la naturaleza salvaje. La aparición de la medicina moderna y su recomendación de la playa como ámbito sanador de ciertas enfermedades hizo el resto.

De las aguas termales los pacientes pasan rápido al agua de mar, y rápido también el pensamiento ilustrado dio cuenta de la supuesta irracionalidad de temerle al mar. Pronto llegaron los pintores y artistas con sus sombrillas y sus pinceles para retratar las bondades del lugar. De ahí a que las clases altas lo hicieran suyo, un suspiro. Y dos suspiros para que las clases medias y las subalternas hicieran lo propio. En St. Maarten, en lugar de haber releído Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin, tendría que haber vuelto sobre el libro de Corbin. Quedará para el año que viene.