COLUMNISTAS
necesidades versus ‘castigos’

Y todo sigue igual

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Vacío. Una de las preguntas que nos plantea la pandemia es cuándo nos cansaremos de contarla. | telam

Daniel Defoe nos cuenta en su desesperado y al mismo tiempo imperturbable Diario de la peste que, en determinado momento de la epidemia, la gente comenzó a huir de Londres, pese a los vallados que se habían establecido en los caminos de salida. Defoe reflexiona antes de tomar cualquier decisión y explica muy claramente por qué: “Tenía ante mí dos importantes asuntos: uno era sostener mi hacienda y mis negocios (una talabartería)… Es cierto que yo era un hombre solo, pero tenía toda una familia de sirvientes trabajando para mí”. Defoe, nos cuenta, era responsable de una pyme. Por eso lo traigo aquí. Porque su narración sobre la plaga que cubrió a Londres en 1664 y 1666 es uno de los más brillantes ejercicios de periodismo en primera persona, donde cuadros de ficción y realidad se entretejen. Se publicó en 1772.

Hoy llamaríamos al Diario de la peste una ficción documental o una crónica con elementos subjetivos. Defoe pone en escena las reacciones ante la peste, que resultan tan interesantes porque, a la manera de la gran literatura del siglo XVIII, se capta la dimensión social, psicológica, cultural y, sobre todo, moral de los acontecimientos. Periodista de gran oficio, su texto no tiene rivales.

Una de las razones de su perseverante posteridad es que no sucumbe al sentimentalismo. Y que es realista antes que tremendista. No exagera porque no se siente obligado a competir con las exageraciones de otros que, como él, también escribían en la prensa londinense. Por eso, Defoe es un clásico, es decir alguien que se libera de su época representándola completamente, pero sin desbocarse. Cuenta atrocidades, pero no le tiembla la pluma ni la ansiedad lo conduce invariablemente a la exageración.

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El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
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Escrituras. Las situaciones extremas necesitan gran calidad expositiva, porque sus armas de disgregación social y moral tienen mucho poder de fuego. Por eso, me atrevería a decir que necesitamos menos “últimas noticias” y más noticias ordenadas. También me atrevería a desear menos chimentos, esos trapitos recortados que simulan ser información y que no lo son hasta que el mejor periodismo los disciplina y les encuentra sentido. Si leemos la política y lo público bajo la forma del chimento, todo es más incomprensible. Admitamos que el chimento es el color de la nota informativa. Pero sin organización intelectual, ese color se vuelve colorinche o guiño entre tahures.

Este tiempo requiere calidad expositiva: necesitamos menos "ultimas noticias" y más noticias ordenadas

La pandemia nos plantea, entre tantas otras, una pregunta: si esto sigue así, ¿cuándo nos vamos a cansar de escribirlo, leerlo y repetirlo? Vamos a cansarnos de leer noticias falsas en las redes. Apagaremos esas plataformas que no se han convertido en formas nuevas de organización sino en conventillos virtuales, donde la impunidad del chisme y la ignorancia son mucho más fuertes que la información. ¿Decidiremos salir de la repetitiva mercancía televisiva? Pero, si apagamos todo, quedamos a oscuras.

No se me ocurre una solución. Quienes se ocupan del día a día político deben estar tan cansados como cualquiera de coleccionar rumores que estarán más muertos que un apestado la semana siguiente.

Extremo egoísmo. De esa colección de pequeñas noticias solo es probable que tenga cierta vida futura que Máximo Kirchner propusiera un “impuesto extraordinario” a pagar por quienes entraron en el blanqueo. En la fundamentación del diputado Kirchner hay algo que me convence por su justicia. Me convencen menos los expertos que se oponen con el argumento de su inconstitucionalidad, porque atentaría contra el derecho adquirido de quienes, después de evadir impuestos, se decidieron a poner en blanco sus fortunas, aumentadas por tales evasiones.

Como era de prever, en este momento donde abundan las emociones generosas que no exigen ser generoso más allá de lo emotivo, hubo muchas voces contrarias a esa iniciativa. La gente con plata quiere ser generosa bajo las luces de un Teletón, no dando instrucciones a sus contadores. Algunos, se dice que cercanos a Lavagna, razonaron del siguiente modo: si se les pide un esfuerzo a las empresas para salir de la crisis, no hay razón para castigarlas con un nuevo impuesto.

Impuestos y castigos. Hay quien piensa de manera diferente. El jueves pasado, el diputado Carlos Heller, del Frente de Todos, se presentó coordinando una propuesta de aumento para los impuestos de Bienes Personales y Ganancias a las “grandes fortunas”. Cuidadoso, Heller propuso una base de datos donde quedaran establecidos los parámetros para juzgar “grandes fortunas”. Calculo que alguna gran fortuna debe haber por alguna parte. No todos los inscriptos en la AFIP son dueños solamente de un autito y una casa. Aunque es de público conocimiento que las llamadas grandes fortunas subdeclaran, Heller consideró posible saber quiénes son, dónde están y cuánto tienen.

Un impuesto extra, en la situación que estamos viviendo, es el aporte que se le pide a quien puede pagarlo

Muchos usan el verbo “castigar” cuando se habla de impuestos. No hay razón para castigar a nadie con un impuesto. ¿Por qué castigar a un multimillonario con un aumento en el impuesto a los Bienes Personales? ¿Por qué castigar a un profesor universitario con una mayor alícuota del impuesto a las ganancias? Se hacen los giles quienes hacen circular el engaño de que todos los castigos y quienes los soportan son iguales.

Un impuesto extraordinario, en la situación que estamos viviendo, no es un castigo, sino el aporte que se les pide a quienes, en alguna parte, tienen más plata para pagarlo. Nadie propone un impuesto a la inversión productiva, sino algo que, seguramente no es muy constitucional, pero es bastante ético: que paguen un poco los que evadieron impuestos durante años y después entraron en el blanqueo para salir más blancos y radiantes que una virgen.

¿Economía de guerra? Los diarios publican metáforas bélicas sobre la pandemia (guerra, batalla, derrota, etc.). Las metáforas no son formas de hablar de otra cosa, sino modos más intensos para hablar de la cosa misma. Si esto es una guerra, la economía de guerra nos incluye a todos. No entiendo la razón por la que el presidente Alberto Fernández se opone al recorte de las dietas que se perciben en el Congreso, iniciativa propuesta por Sergio Massa, de la que se vio obligado a desistir por falta de compañía.

Por su parte, el macrismo propuso que los altos funcionarios de los tres poderes permitieran que el 30% de sus sueldos pasara a un fondo de lucha contra la pandemia. El presidente Fernández, a quien no le vendría mal tanta plata, no dio curso a la propuesta con una defensa clara, pero poco adecuada a la situación. Dijo, según informan los diarios: “Ninguno de esos funcionarios tiene empresas en el exterior, ni offshore, ni empresas propias de donde sacan utilidades. Viven de su sueldo, que no es exorbitante”.

En el rechazo de Alberto Fernández se entiende que ninguno de sus funcionarios es como los de Juntos por el Cambio, y que no hay ricos como los del macrismo en su gobierno. Dios quiera que sea cierto. Y si no es cierto, que los ponga ya en la picota, como a los coimeros que paraban en el ministerio de Daniel Arroyo. Y también que con ellos vayan a la cárcel los empresarios que buscaban seguir el baile de las licitaciones amañadas y las compras directas.