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Ya basta de León Gieco

Todo comenzó en septiembre de 2003, cuando Aníbal Ibarra le ganó la jefatura de Gobierno por siete puntos en la segunda vuelta.

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Todo comenzó en septiembre de 2003, cuando Aníbal Ibarra le ganó la jefatura de Gobierno por siete puntos en la segunda vuelta. Mauricio Macri se daba la cabeza contra la pared: ¿cómo era posible? ¡Ibarra! Si la ciudad estaba llena de baches, cartoneros y montañas de basura al aire libre.
Sólo una cosa podía explicarlo; una que, para él, ha constituido desde siempre un completo misterio: el progresismo.
Pidió a uno de sus asesores que se lo explicara. Había visto con sus propios ojos a Ibarra comiendo ravioles en casa de Franco, su padre, el empresario vilipendiado. ¿Qué hacía de Ibarra eso que le daba una protección mágica: un progresista?
El asesor, que venía de lo que antiguamente se llamaba el “campo nacional y popular”, sugirió que, para comprender al progresismo, tenía que empezar por algunas lecturas. Ese verano, Macri partió hacia su safari africano con un tomo finito de Toni Negri y La microfísica del poder de Michel Foucault en la valija.
Volvió del safari con los libros leídos y marcados. Pero no había entendido del todo. Una palabra, en especial, le resultaba infranqueable –no la había encontrado ni en el diccionario–: “panóptico”.
El asesor explicó que se trataba de un sistema creado para las prisiones a fines del siglo 18, por el que el guardián puede ver en todo momento a los presos pero éstos no pueden verse entre sí; que Foucault lo utilizaba como metáfora del control social en la “sociedad disciplinaria”; que sería bueno que comenzara a memorizar éstos y otros conceptos; y, por qué no, que ensayara largamente sus discursos públicos, para mejorar su comunicación con el electorado.
Aplicado, como siempre, Macri ensayó, ensaya y ensayará. Gracias a su dedicación, los periodistas ya no lo agarran con la guardia baja tan seguido como antes. Pero no dejó de sentir –aún siente– que carecía y carece de sintonía con ellos: un abismo cultural, tal vez de clase, los separa. Esta diferencia lo pone de mal humor. A veces, no resiste más y se marcha violentamente. Se refiere a ellos (y a los “políticos tradicionales”) como “El círculo rojo”.
Cuando finalmente ganó la jefatura de Gobierno, en junio pasado, pareció que se había reconciliado con la ciudad del círculo rojo por excelencia. Pero después de las elecciones del 28 de octubre, en que sus candidatos languidecieron y Lilita Carrió recuperó el liderazgo de la Capital Federal, el fantasma del progresismo volvió a asaltarlo.
¿Cómo atravesar ese abismo? ¿Cómo ser progre?
Uno de sus asesores principales me anticipó, con entusiasmo, a principios de esta semana que Macri iba a cambiar, que iba a tener gestos “que van a sorprender”. Y deslizó algunas claves sobre derechos humanos y dictadura militar.
¿Acaso un pronunciamiento público? ¿Medidas para mantener viva la memoria y la condena del terrorismo de Estado? ¿Quizá la inclusión de nombres inesperados en su gabinete?
¿Cómo es, después de haberlo padecido y estudiado, temido y conjurado, el “progresismo” de Macri para la ciudad de Buenos Aires?
Bueno… Macri habla en privado de una “redistribución de la riqueza”, pero cuando alguien le pregunta en qué consiste, dice que en…. dar seguridad jurídica para que vuelvan las inversiones. ¿Pero no habrá impuestos a los más ricos, subsidios sociales a los servicios? ¿Acaso becas, aumentos de sueldos? Bueno… Más bien se refiere a… terminar con la “corruptela” de, por ejemplo, el Instituto de la Vivienda. “Si vos arreglás eso, macho –alardea en la intimidad–, sentite Robin Hood”.
¿Y los derechos humanos? Si alguien le pregunta si se ocupará de ellos, dirá “por supuesto”, pero aclarará que habla de los de “la gente que está acá”, que vive y vota actualmente. Nada de volver al pasado (“Tampoco vamos a ir a la ESMA el 11 de diciembre”, apuntó un asesor).
¿Y los derechos de las minorías, como gays, travestis y transexuales? Macri dice que está dispuesto a desafiar al ala católica de su partido… no yendo para atrás. Pero no a avanzar más allá de la unión civil que ya existe. Su fórmula es “una convivencia tolerante”.
Entonces, ¿será la cultura, la vaca sagrada de la ciudad, el ámbito más propio del progresismo? Bueno… Primero no encontró un candidato que no fuera objetado públicamente –a sus allegados les dice que ha descubierto en el mundo de la cultura una “hoguera de vanidades”–; anteayer resolvió unir Cultura con Turismo y darle todo al radical Hernán Lombardi, un progre, sin duda, pero que ya provocó algunas críticas, por aquello de mezclar lo sublimemente bello con lo crasamente útil.
Dice que mantendrá el presupuesto de más de 300 millones de dólares anuales que hace de Buenos Aires una capital cultural, pero en privado precisa que quiere usarlo de otra manera. Para él, los subsidios se han repartido entre amigos; entre “ellos”. El verdadero boom de la cultura, piensa, está en el sector privado. ¿Por qué la ciudad debería subsidiar a teatros que funcionan en garajes y a los que asisten ocho espectadores?
Entonces, ¿cuál será el PROgresismo?
Ha dicho a sus fieles que no se trata de hacer recitales populares de verano. Que hay que acabar con los anacronismos.
Basta de clientelismo.
Basta de política.
Ya basta de León Gieco.