Fue detenido en Córdoba, quien se hacía llamar “Maestro Lucidor Flores”. Era el líder de una secta que prometía enseñanzas sobre la energía, la espiritualidad andina y el “amor por la madre tierra”, aunque detrás de ese discurso místico, la Justicia descubrió una red de manipulación y explotación sexual que habría funcionado por más de 15 años entre Brasil y Córdoba.
Se lo acusa de trata de personas con fines de servidumbre y abuso sexual agravado, delitos cometidos bajo manipulación psicológica en los que aprovechó su rol como supuesto “ministro de culto”.
Abusos sexuales y explotación bajo falso culto espiritual
La organización comenzó con el nombre de “Mística Andina” y, más tarde, pasó a ser conocida como “Organización Nación Pachamama”. Su modus operandi era sencillo: atraía a mujeres interesadas en la espiritualidad y la conexión con la “madre tierra”, para luego someterlas y manipularlas.
Una de las víctimas, conocida con el nombre espiritual de “Belladora Aguilar”, fue sometida durante 15 años. Según lo expuesto por La Voz del Interior, a través de correos electrónicos, Bastos la convenció de que debía mantener relaciones sexuales con él como parte de una supuesta “enseñanza secreta” llamada Shakti, necesaria para alcanzar la “iluminación”.
Posteriormente, la víctima fue recibida en la casa de Bastos, ubicada en una zona de Brasil conocida como Pelotas. La investigación muestra que ella deseaba mudarse a Florianópolis para iniciar una carrera profesional. Sin embargo, el autodenominado “Maestro Lucidor Flores” habría abusado y manipulado psicológicamente de la joven, convenciéndola de que había sido “elegida” para casarse con su hijo, Ramiro, quien ocupaba un supuesto rango jerárquico dentro de la organización.
Condiciones extremas y control total sobre los seguidores
Con el paso del tiempo, la pareja tuvo dos hijas. A fines de 2009 y comienzos de 2010, con el pretexto de visitar al “Maestro” que se encontraba en Villa Allende, la familia viajó a Córdoba. Sin embargo, terminaron en San Marcos Sierras. La secta operaba en un predio rural conocido como Casa Mama, donde vivían alrededor de diez personas en condiciones precarias, dormían en carpas, sin acceso a agua potable, baños, y estaban aisladas del mundo exterior. Bastos controlaba a los miembros mediante un sistema de premios y castigos, que incluía cambios de nombre, aislamiento y abusos sexuales colectivos.
Los adeptos eran obligados a entregar dinero, trabajar sin remuneración y participar en la difusión de la secta, desde vender productos hasta fabricar ladrillos. Las víctimas solo podían “ascender” dentro de la jerarquía del grupo cumpliendo exigencias que incluían trabajo forzado y sometimiento sexual. Incluso se les cambiaba el nombre como método de control psicológico, reforzando la dependencia y borrando su identidad original.
La exintegrante de la secta admitió que aspiraba a ser “líder” dentro del grupo y, bajo esa dinámica, habría sido víctima de abusos sexuales por parte de Bastos y su pareja, al igual que otros miembros de la comunidad. La secta mantenía un control absoluto sobre la mujer y sus hijas. No podían salir libremente del terreno, un espacio deteriorado en condiciones insalubres, y se les negaba cualquier acceso con el mundo exterior.
El líder de la secta controlaba también con quién podían mantener relaciones sexuales, considerándolo un “reconocimiento” dentro de la jerarquía interna. Bajo estas condiciones, la mujer sufrió abusos sexuales reiterados entre 2014 y 2015 y fue obligada a participar en encuentros grupales. Afortunadamente, logró escapar en 2019 y denunció a Bastos y a su esposo por violencia familiar.