Hasta ahora, la decisión de vacunarse no deja de ser una decisión personal. Seguramente la justificación puede darse en términos de la “responsabilidad social”, a la que las historias personales de amigos y familiares que han sufrido la peor cara del virus colaboran en construir. Pero no hay dudas de que la decisión está motivada en gran medida por el interés propio de inocularse para prevenir y cuidar la propia salud. En suma, es una decisión personal que se basa en nuestra percepción subjetiva del asunto.
No obstante, mientras que aún se busca comprender el origen del virus y las vacunas siguen en fase experimental, se observan casos de contagio en personas ya vacunadas, surgen nuevas variantes del virus y salen a la luz casos de efectos secundarios no deseados. De esta manera, la incertidumbre y la falta de claridad sobre toda la cuestión no ayuda a construir esa percepción subjetiva de urgencia y, en consecuencia, es probable que muchas personas no quieran vacunarse, al menos por ahora.
Aplicando la lógica de la acción colectiva, como está planteada, la campaña de vacunación genera incentivos al free riding. La decisión de vacunarse depende de la percepción subjetiva y la valoración personal del costo-beneficio bajo algunos supuestos: (i) la oferta de vacunas es y continuará siendo libre mientras que la vacunación sea un asunto de salud pública; (ii) existe incertidumbre sobre si la pandemia puede agravarse o no hacia el futuro; y, (iii) inocularse genera una leve desutilidad asociada a los efectos directos (malestar inmediato) e indirectos (posibles efectos secundarios).
Bajo estas premisas, el esquema de pagos podría sintetizarse en el gráfico que acompaña el artículo: en el cual la decisión de no vacunarse en un escenario en el que se logre controlar la pandemia en el próximo año, resulta en la mejor situación posible ya que implica no cambiar el comportamiento actual ni incurrir en costos por tomar una decisión (paga 0); vacunarse y que la situación no se agrave genera una leve desutilidad debido a los efectos directos e indirectos; vacunarse y que la situación empeore, genera un pago marginalmente más bajo; y no vacunarse y que la situación empeore genera el peor escenario posible: se enfrenta el peor contexto sin anticuerpos y además luego deben asumirse los costos de vacunarse.
Bajo este esquema de pagos, la conclusión es que vacunarse tiene sentido cuando la probabilidad de que en el futuro la situación empeore supera el 33%. Esto quiere decir que cuanto menos riesgoso se perciba el futuro - debido a las medidas ya tomadas, a que hay mayor inmunidad por que otros ya se vacunaron o, porque se crea que el impacto de las nuevas variantes del virus no será tan grave - tendrá más sentido entonces no vacunarse y hacer free riding.
En este caso, el problema pasa a estar del lado del Gobierno (principal), ya que debe encontrar mecanismos para alinear los intereses de los ciudadanos (agentes), que logren que éstos construyan la percepción subjetiva que los induzca a acompañar la campaña de vacunación. No es casualidad que, por ejemplo, los gobiernos introduzcan “pasaportes sanitarios” como requisito para el turismo, para la asistencia a espectáculos deportivos o para el ingreso a museos, bares o restaurantes. En cualquier caso, ¿cuáles son los costos de dichas medidas de control? ¿Serían sostenibles en el tiempo? ¿Se trata de medidas permanentes o transitorias?
El análisis económico del comportamiento sirve para entender la lógica de las elecciones. Ciertamente, si la vacuna fuera obligatoria, la posición del agente sería distinta. Pero mientras no lo sea, mejor saber que “conducir es distinto a mandar...conducir es persuadir”.
*Director de 3i Consultora.