CULTURA
Aniversario

A 15 años de la muerte de Roberto Fontanarrosa: "Quiero verte otra vez"

El escritor y humorista rosarino falleció en 2007 tras luchar contra la esclerosis lateral amiotrófica. Acá compartimos un capítulo del libro "Quiero verte otra vez", en el que habla de fútbol, una de sus grandes pasiones.

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Roberto Fontanarrosa | Cedoc Perfil

Rosario, el fútbol y la escritura fueron los grandes amores del humorista argentino Roberto Fontanarrosa que murió un 19 de julio de 2007, fecha de la que se cumplen 15 años.

El famoso escritor se caracterizó por sus graciosos personajes como Inodoro Pereyra y Boogie, el Aceitoso, pero también por sus historias, la gran mayoría siempre con algún punto de relación con el fútbol, sobre la vida cotidiana con un relato "popular". Muchas de esas historias sucedían en el bar El Cairo, un lugar real que se encuentra en el centro de Rosario y donde también se podía ubicar al propio Fontanarrosa.

Falleció a los 62 años tras luchar desde 2003 contra la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Esta enfermedad lo hizo perder su movilidad y en sus últimos años estaba en silla de ruedas.

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Fanático de Rosario Central, falleció en la ciudad de Rosario, el lugar donde vivió toda su vida. Logró combinar la literatura y el humor gráfico con grandes relatos en libros como El mundo ha vivido equivocado, La mesa de los galanes, El área 18 y No sé si he sido claro, entre otros.

Su manera de escribir también resultó muy llamativo. Incluso, es recordado cuando en 2004 defendió las "malas" palabras en un Congreso Internacional de la Lengua: "¿Por qué son malas palabras? ¿Le pegan a las otras palabras? ¿Son de mala calidad, y cuando uno las pronuncia, se deterioran?".

A continuación, un capítulo del libro "Quiero verte otra vez" de Roberto Fontanarrosa

Quiero verte otra vez

ELIMINATORIAS MUNDIAL FRANCIA

El síndrome del tiro libre
Domingo 12 de enero de 1997

Hay que terminar con lo que ya los médicos deportólogos denominan «síndrome del tiro libre» o «depresión post barrera». No puede ser que cada vez que nos disparen desde el borde del área estemos todos con los pelos como Don King.

Para colmo, esta noche, del otro lado habrá un par de especialistas, como el Príncipe Francescoli o el Vasco Bengochea, que le conocen todas las cosquillas a la pelota.

Del Vasco Bengochea se cuentan cosas asombrosas, como que el balón siempre le dobla, a veces hasta se le frena en el aire, retrocede, corcovea, se sacude y luego sale como balazo hacia cualquier ángulo.

Julio César Castro (Juceca), creador de Don Verídico y hombre incapaz de una exageración, nos dice: «En una oportunidad, el Vasco ejecutó un tiro libre con tal efecto que la pelota dio varias vueltas en torno a la barrera esperando que alguno de sus integrantes se desmayara por el mareo y cuando esto sucedió, por ese hueco se metió como puñalada para sorprender al goalkeeper. En otra oportunidad, el Vasco la hizo pegar en los dos palos, en el travesaño, picar en la línea y, finalmente, hacerle saltar de la mano el silbato al referí para regocijo de la parcialidad. Y hubo una tarde en que le imprimió tanto efecto a la esfera que la tiró al córner. Lo querían matar».

Sin embargo, el filósofo, encuadernador y pensador contemporáneo especializado en temas de fútbol Juan José Serenelli (Jota Jota, el Yaya Serenelli) nos tranquiliza con un puñado de conceptos criteriosos. «El uruguayo —recuerda— siempre ha considerado el 0 a 0 como el resultado lógico de un partido perfecto, el sumun de un equilibrio cósmico y total entre dos divisas. Sin embargo, dicha teoría se agota en su misma enunciación. Si un delantero remata al arco y su remate es perfecto, será gol. Ahora bien, si el arquero rival vuela en procura de esa pelota y su vuelo es perfecto, la sacará al córner, con lo que la teoría se viene abajo como un endeble castillo de naipes».

Tal aseveración científica, desarrollada en su libro Los que nos quedamos afuera (donde narra, no sin congoja, cómo jamás pudo entrar a un estadio de fútbol), nos tranquiliza, en parte, sopesando la posibilidad de que esta noche los uruguayos se conformen con un empate.

La sorpresiva irrupción de la Hermana Rosa en nuestro maravilloso grupo humano viene a destruir, sin embargo, esta medrosa hipótesis. «No hay empate esta noche, hijos míos», comienza a pontificar.

Conteniendo mi ansiedad le consulto si no recibió, esta vez, el mensaje de una aparición celestial. «Recibí una aparición celeste —reconoce—, pero advertí que era celeste porque llevaba una camiseta uruguaya. Y hablaba con una voz muy parecida a la de Marcelo Saralegui. Y sospeché algo».

Rosa nos dice que, en esta oportunidad, se reunió con payes y chamanes de la Peña Mentalista Santiagueña «La Telesita», y con sus cuerpos cubiertos de cenizas entonaron chacareras truncas partidarias, sacudieron vainas de algarrobo y arrojaron piedras a los patos. «Gana Argentina 3 a 0, m’hijito —me dice—. Dos goles del Bati y uno de Moralito». Le apunto que ese es el resultado que ha esgrimido Maradona como deseo de su corazón, pero el resultado que le dicta su criterio a Diego es el de 1 a 1.

La Hermana Rosa me dice que las mentalistas trabajan para cumplimentar los deseos de Maradona. Sin embargo, nuestro recelo ante tan contundente resultado se mantiene.

Uno de los bravos muchachos que integra este puñado de valientes periodistas la encara. «¿3 a 0 no será mucho?», pregunta. Y la respuesta de la infalible vidente nos llena de desasosiego: «Parece mucho, ¿no?», reconoce.

Es notorio, mis amigos, que ni siquiera la indefectible ciencia de la adivinación se atreve a trabajar sin margen de error, hoy por hoy, como está el fútbol.

 

12 de enero de 1997
MONTEVIDEO
Uruguay 0 / Argentina 0

Nuestra rugiente hinchada llegó desde Punta con sus palas y sus baldecitos de plástico
Lunes 13 de enero de 1997

Llega la tumultuosa parcialidad argentina desde Punta del Este. Son las barras «Brava» y «Mansa». Agitan palas y baldecitos de plástico. Es conmovedor.

Los rugientes uruguayos comprenden que ya nada les será tan fácil. En la puerta de Prensa aparece un Maradona trucho. Luce la diez y se asemeja a Diego. Pese al revuelo inicial y a todo el periodismo que lo rodea, pronto se descubre su falsedad.

Minutos después, me encuentro con Eduardo Galeano. Viste musculosa lila y explica que, como siempre, está mendigando un poco de buen fútbol. Le sacan fotos y se marcha. Luego me enteraré que también es falso. Es un Galeano trucho. «Hay como seis o siete —me revela un periodista uruguayo que no quiere que se publique su nombre—. Los pone la Municipalidad para brindar una atmósfera cultural».

El Centenario tiene la capacidad para 65.000 personas mateando. La rueda empieza en la tribuna Amsterdam, pasa por la Amberes y cuando llega al palco de Prensa, el mate ya está casi frío.

«Traigo dos pavas y no alcanza», se queja Soledad Zenobio, cebadora oficial del mítico estadio de Montevideo. Observo todo tipo de mates, desde el calabacín virola hasta el voluminoso mate de pie que alcanza para un alargue y penales. Lo malo de los de pie es que, cuando ataca Uruguay, se paran todos y no dejan ver a los de atrás.

Para un grupo de desesperados como el nuestro, que no sabe si será recuperado o no por las patrullas de rescate luego del partido, cualquier indicio es tomado como un mensaje del destino. El Hostel Balmoral, por ejemplo, donde paramos, está ubicado en la plaza Cagancha, y si bien nadie sabe el significado de esa palabra, su mera sonoridad ya anuncia algo desagradable.

Procuro ubicar a quién me hace recordar el Gaby Cedrés en su incesante trajinar por el campo. Es alguien a quien he visto en innumerables filmaciones. Y a quien mi hijo admira. Cedrés tiene la tipología futbolística del Demonio de Tasmania.

Torso grande, piernas cortas y un jadeo permanente. Su despliegue, no obstante, no alcanza para complicarnos demasiado. El verdadero Demonio de Tasmania, en cambio, se encuentra a mi lado. Es un joven y desaforado hincha-periodista uruguayo. Lejano de la habitual moderación oriental, salta, ruge, gira, insulta, maldice y se retuerce entre roncos alaridos de aliento para la celeste. Jura y perjura que todos los jugadores argentinos son faloperos y homosexuales.

Cada tanto, me mira a mí como buscando aprobación o pendencia. Yo bostezo confiando en que me tome por un moreno candombero de la reconocida murga Falta y Resto. Tamborileo sobre el asiento.

Termina el primer tiempo y hay un ambiente de canzonetta entre nosotros. «Argentina está nostálgica», nos ha comentado Passarella días atrás. Ya no solo extraña a Maradona. Al parecer extraña a Maradona, a Sívori, a Di Stefano, al Charro Moreno, al trompo, a la biyarda y a la Revista Dislocada.

No se jugó bien. Algo mejor en el segundo tiempo al abrirse un poco el partido. Y Argentina quiso más. Pero en estos tiempos flacos un empate de visitante en el Centenario es negocio.

Al menos no es otra derrota que obligue a la repetida muletilla de que «todavía falta mucho y no hay nada definido». El razonamiento ya se asemeja mucho a ese viejo chiste en que un tipo se cae de un piso 50 y cuando pasa por el 27, reflexiona «hasta aquí vamos bien».

Cerca mío, un hincha argentino esgrime su conformismo. «Es mejor volver con el cuchillo entre los dientes —comenta— que con la cola entre las piernas».

La Hermana Rosa aparece después del partido como si nada hubiese pasado. Vaticinó goleada Argentina y todo quedó en cero. Se lo recuerdo y me retruca que, así como el común de los mortales no puede entender a la Santísima Trinidad, tampoco puede acceder al misterio cósmico de un terceto de goles.

En la despedida, le pregunto cuándo Argentina llegará a jugar bien. «Tu amigo Galeano —me dice, hermética— deberá seguir mendigando por un mendrugo de fútbol».

 

Hay que obligarlos a que nos devuelvan la pelota
Lunes 10 de febrero de 1997

Cuentan los memoriosos que cuando Cassius Clay, ya en el pináculo de su exitosa y prolongada carrera, debía enfrentar a un joven desafiante, en el saludo previo sobre el ring, clavaba sus ojos de hipnotizador en el atrevido y le decía: «Desde tu nacimiento has escuchado hablar de Muhammad Ali, el más grande… Ahora, por fin, te encuentras frente a él».

Exactamente eso es lo que le tiene que decir el miércoles el capitán argentino a su par colombiano antes de empezar el partido, cuando se encuentren en el centro de la cancha y mientras intercambien los banderines. ¡Recordarle que ellos aprendieron a jugar con nosotros, señores! Tuvieron que ir Pipo Rossi, el maestro Pedernera, Alfredo Di Stefano, darles una pelota e indicarles cuáles eran las instrucciones para su uso y abuso. ¡Si hasta a Valderrama le dicen el Pibe porque jugaba como un argentino!

Entonces, amigos, pasado mañana es el momento de notificarles a los colombianos que llegó la hora de devolver la pelota. No podemos aceptar esa ingratitud de que no quieran compartirla con nosotros olvidando que este es un juego colectivo.

¡Es más, hay que agarrar la redonda y no dejársela tocar en todo el partido! Y eso es lo que haremos, señores. El encuentro se definirá en el sorteo del saque. Allí, don Julio Grondona deberá estar muy atento y controlar la moneda. Si ganamos el sorteo, elegimos sacar. ¡Y no se la dejamos tocar por 45 minutos! Un satélite soviético, por ejemplo, destinado a seguir a Valderrama, informa que el Pibe toca 32.724 veces la pelota por partido. ¿Qué hará, entonces, si pasan más de 3 minutos sin tocarla, mal acostumbrado como está a tenerla siempre?

Vamos a demostrarles, de una vez por todas, a estos muchachos colombianos, quiénes son los verdaderos dueños de la pelota en Sudamérica.

Y eso sí, por si acaso, no les mandemos a nadie más a que les enseñe nada. Aprenden demasiado bien y demasiado rápido.

En nuestro mismo vuelo AR 1386 viaja, de urgencia, José Luis Calderón, el artillero rojo. Ya viene cambiado. Una azafata lo ayuda a vendarse y ponerse las canilleras. Dos asientos más atrás, y siempre en Primera, viaja la Hermana Rosa. Pensábamos que no lo haría, luego de sus últimos papelones. «Al único partido que falté —nos recuerda, iracunda— fue al de Quito. Y perdimos. En todos los demás, estuve. Voy invicta».

Pese a sus desvelos futbolísticos, el desconocimiento de la Hermana Rosa sobre el tema es notable. Está convencida de que Manuel Marulanda Vélez, el legendario guerrillero Tirofijo, es un delantero del Bucaramanga, implacable ejecutor de penales.

«Soy un talismán para el equipo —insiste la vidente rosarina—. Los mismos jugadores me ruegan que no falte». Lo que no cuenta es que, en aquel partido de Quito, no la dejaron entrar a Ecuador por orden expresa de Abdalá Bucaram, con quien, se dice, vivió un corto romance de abrupto final.

Al parecer, el hit discográfico del excéntrico presidente, Un loco que ama, reúne un puñado de canciones (con música de Domingo Cavallo) dedicadas a la mentalista. Rosa, luego, vaticinó a Bucaram que triunfaría como cantor, más no como político. Y el bueno de Abdalá, que perdonó todos sus errores, la castigó, entonces, por aquel único acierto.

 

ED