Arno Schmidt es a la literatura lo que los anticuerpos a la medicina, es decir que si es literatura es precisamente porque lo suyo es antiliteratura. Este autor alemán, nacido en 1914 y muerto en 1979, escribió una larga serie de novelas ensayos que más que ser de lectura obligada (ninguna obra lo es) resultan imprescindibles a la hora de comprender el devenir de la literatura alemana actual, e incluso me atrevería a decir mundial. Escritores como Juan José Saer, Roberto Bolaño, Julio Cortázar y tantos otros no son incomprensibles, pero sí resulta más fácil medir el alcance de sus respectivos proyectos a la luz de este elefante de las letras, este faro que cuanto más alumbra más deslumbra.
Ya lo dice Günter Grass en el prólogo que acompaña la edición de Paisaje lacustre con Pocahontas, que acaba de editar El Cuenco de Plata, un breve discurso dado en ocasión de que se le entregara a Schmidt el Premio Fontaine de Berlín: “Cuando nosotros –aun los que no lo han leído– abrimos la boca, estamos respetando su puntuación: Arno Schmidt es contagioso”. Puede ser una frase exagerada, pero el caso es que no lo es. El efecto didáctico de la prosa de este autor excede las lenguas: su desenfado, su modo de desbaratar la gramática ha obligado a los traductores que se ocuparon de su obra a recrear una lengua poética que es al mismo tiempo imprecisa y certera. Arno Schmidt también puede ser contagioso en castellano.
Arno Schmidt irrumpe en la literatura en 1949 con Leviatán, una serie de nouvelles que maravillaron a Herman Hesse, quien probablemente antes que nadie comprendió que se trataba de un autor nuevo lo suficientemente libre, experimentador y erudito como para entrar por la puerta grande de la literatura sin siquiera tocar el picaporte (privilegio que sólo les está concedido a los reyes). Pero Arno Schmidt no se había quedado esperando, como un rey cualquiera, a que un lacayo abriera la puerta por él, sino que, con absoluta sencillez, había entrado echándola abajo. A Leviatán siguieron otras obras, cuentos, novelas y ensayos (e incluso poemas, breves piezas que a manera de prólogo y dedicatoria anteceden algunos de sus libros).
Günter Grass, Heinrich Böll, Uwe Johnson, Alfred Andersch, Hans Magnus Enzemberger... la literatura alemana moderna no ha dejado de halagar a su maestro. W.G. Sebald, en cambio, lo considera prescindible: “Artista de la palabra sin concesiones”, “diligente y obstinado [...] en su trabajo de marquetería lingüística”. Sebald compara a Schmidt con un aficionado a las manualidades que ha encontrado un procedimiento y fabrica así, una y otra vez, lo mismo, imperturbable. Sebald miente: justamente el procedimiento de Schmidt no es único. Por ejemplo, Paisaje lacustre con Pocahontas y Los desterrados (la otra nouvelle que acompaña esta edición de El Cuenco de Plata) están escritas bajo el mismo procedimiento común, al que Schmidt llama “de fotografías”. Dicho procedimiento consiste en hacer que a cada capítulo lo anteceda un breve texto que es, en realidad, una interpretación poética (es decir imprecisa) del capítulo que sigue más abajo. Son las dos únicas nouvelles escritas con ese procedimiento, luego vendrán otros libros, algunos tan descabellados como el que se considera su obra cumbre, Zettels Traum, de 1970, que le valió ser comparado con Joyce, y su ilegible e intraducible Finnegans Wake. Zettels Traum es una obra de más de 1.500 páginas en las que tienen lugar tres discursos paralelos: los hechos (una pareja, acompañada de su hija adolescente, que empeñada en traducir a Edgar Allan Poe acude a un especialista en busca de consejos), las reflexiones del especialista (centradas sobre todo en Poe, pero también y especialmente en la hija adolescente) y las de la pareja. Cada página posee un diseño único e irrepetible, con tachaduras y correcciones, obligando a los editores a publicarlo de modo facsimilar.
Hablábamos de Joyce. Hay solamente dos casos en la literatura de una publicación dedicada a desentrañar los vericuetos, las dudas y las procedencias de citas ocultas: el Wake Newslitter, destinado a los exégetas de Joyce, y el Bargfelder Bote (El mensajero de Bargfeld), que habiendo nacido para dilucidar las alusiones complejas y variadas presentes en Zettels Traum luego se extendió a un intento de dilucidación general de su obra.
Al igual que como hizo otro autor inclasificable (Raymond Roussel, por ejemplo, con Cómo escribí algunos libros míos), Arno Schmidt dejó establecido su “método” en una corta serie de ensayos llamados Calculus (I, II y III), en los que transmitió algunas ideas basales que acompañan todas su obras, sin importar el procedimiento con el que fueron escritas. Se trata de ideas simples, que ponen de manifiesto ciertas obsesiones y manías del autor. En todas sus novelas, por ejemplo, Schmidt establece que debe de haber un trayecto, un viaje, un movimiento. Y en todas ellas debe, como mínimo, haber dos o tres encuentros amorosos, si es entre un hombre y una mujer mucho mejor, pero también, como en La república de los sabios, puede ser entre un periodista viajero y una centaura de 17 años. Hablando de eso, Paisaje lacustre con Pocahontas fue publicada por primera vez en la revista Texte und Zeichen, dirigida por su amigo Alfred Andersch, en 1966, y de inmediato (algo que no volvió a repetirse en toda la carrera de Arno Schmidt) los ejemplares de la revista fueron confiscados por las autoridades y sacados de circulación. Las razones de la denuncia ante la ley eran dudosas, pero no del todo erradas: la pareja protagonista de la novela hacen el amor una docena de veces. Es cierto que la descripción de esos actos amorosos es tan poco clara, voluble e indefinida que hay que estar atentos para descubrirlo, pero es cierto, Wientge y Joachim se la pasan haciendo el amor: en la habitación del hotel, en el bote, bajo los árboles, bajo la luz de la luna, a la intemperie...
La historia de Paisaje lacustre con Pocahontas es de una sencillez abrumadora (pero todas las buenas historias lo son): Joachim y su amigo Erich Kendziak se reencuentran después de mucho tiempo. Todo da a entender que se acompañaron mucho durante la guerra, en el frente, a pesar de ser tan diferentes: Joachim es, como muchos de los personajes narradores de Arno Schmidt, alguien muy parecido a Arno Schmidt: matemático, especialista en literatura alemana del siglo XVII, conocedor de astronomía, conocedor de botánica... Erich es un pintor de brocha gorda al que la posguerra y la reconstrucción de Alemania volvieron rico. Joachim ha dejado de fumar (hasta que su economía mejore); Erich pasa a buscarlo por la estación de trenes donde se citaron en una NSU rugiente. Se dirigen al lago Dümmer, un gran espejo negro (13,5 km2) ubicado en la Baja Sajonia. Se alojan en un hotel y apenas entran divisan a dos muchachas: Selma y Annemarie. Deciden registrarse con nombres falsos (“Por si las dejamos embarazadas...”) y se reparten velozmente el botín: “La gordita es para mí, el espectro es para vos”, dice Erich. El reparto tal vez fuera justo, pero no equitativo: Selma es fea, muy fea: “Estornudó: y ciertamente fue un espectáculo desconsolador, tieso y tambaleante, como si estornudara una construcción gótica de ladrillos o un poste de cables de alta tensión”. A partir de allí Joachim se propone un juego, que como la mayoría de los juegos pueden terminar involucrándonos de un modo imprevisible: hacerle creer a Selma que ella encarna la belleza del mundo: Pocahontas. Tanto juega a ese juego que Joachim termina creyéndoselo, dando lugar a una de las historias de amor más perfectas y más bellas que ha dado la literatura de Occidente.
Hay un momento en que Joachim reflexiona en el bote, mientras Selma nada alrededor de él, desnuda. Joachim piensa y escribe. Esto es lo que dice: “Pensar. No estar satisfecho sólo con creer: seguir adelante. ¡De nuevo a través de los campos del conocimiento, amigos! Y enemigos. No interpreten: aprendan y describan. No futuricen: sean. Y mueran sin ambiciones: han sido. A lo sumo llenos de curiosidad. La eternidad no es nuestra (¡a pesar de Lessing!): pero este lago veraniego, este canal cubierto de vaho, el cuadriculado multicolor de las sombras, la picadura de avispa en el antebrazo, la bolsa estampada llena de mirabeles. Allí, el esbelto vientre arqueado de la nadadora...”. Tal vez exagere y no haya leído suficiente literatura de Occidente, concedo eso. Pero si esa cita que acabo de transcribir no basta, cuando hayan leído la novela van a comprender lo que digo.