CULTURA
BRILLOS Y COLORES

El planeador de historias

Con décadas de oficio en el arte del collage y de contar, Pablo Bernasconi celebra la reedición de cuatro de sus clásicos de la literatura infantil: Miedoso, La verdadera explicación, Recíproco y El brujo, el horrible y el libro rojo de los hechizos. Una vida dedicada al arte que logró una mirada tan personal como única, tan premiada como adorada, y que hoy puede reflexionar como pocos sobre la importancia de los relatos, el mercado y sus límites.

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| gza. Random House Mondadori

“¿Qué hay más adentro?”, responde Pablo Bernasconi desde su Bariloche natal, donde se crio enamorado de las historietas de Quino, Fontanarrosa y Robin Wood y donde volvió ya siendo un cuentacuentos e ilustrador premiado a nivel mundial. Ese “¿qué hay más allá?” es su respuesta hoy, a sus 50 años, a si existe una pregunta que funcione como nave nodriza a toda su obra. Un paisaje que va desde sus trabajos en Clarín en los años 90 a sus colaboraciones con María Elena Walsh, desde sus pinturas hasta sus cuentos “más cuentos” y, por supuesto, con un paraje especial reservado para su propia y celebrada obra como autor integral para las infancias. De cara a la reedición en tapa dura y con actualizaciones en tipografías y algunas ilustraciones, ya que Penguin Random House lanza otra vez clásicos como Miedoso, La verdadera explicación, Recíproco y El brujo, el horrible y el libro rojo de los hechizos, su respuesta es la perfecta alfombra roja a la visión de un artista que corta, pega, pinta, y crea como pocos en las últimas décadas. Es el mismo Bernasconi quien siempre planea perfectamente con sus respuestas, generando más un viaje en cada una de ellas que cualquier otra cosa: “¿Qué hay más adentro? es una buena pregunta; envalentona tus propios prejuicios y tus propias pericias. ¿Qué puedo contar si revuelvo un poquito más adentro? Miedoso, por ejemplo, va más por ese lugar. Es la historia que le escribí a mi hija Nina cuando le diagnosticaron diabetes infantil, a los 3 años. Escribí ese texto mientras estuvimos 15 días internados en una clínica, como antesala de lo que estaba por venir. Se lo leía todas las noches. Hoy habla de los miedos, pero cuando lo creé le hablaba a mi hija. Entonces, ¿qué había más adentro? El recurso de la poesía, del contar, para atravesar el temor mío, y el de ella, aunque era más chiquita. Es un texto que nos acompañó, el libro salió mucho después. La capacidad transformadora de lo poético y lo narrativo es justamente que ese libro se expandió a otros temores, de muchos niños y niñas, que ahora tenía que ver con otros miedos. Eso es lo lindo de la literatura dedicada a la niñez”.

Las manos tijeras de Bernasconi, que han hecho del collage un prisma de sus pasiones e historias, alguna vez aprendieron a literalmente volar gracias a su padre: “Mi viejo literalmente me enseñó a volar, y eso repercutió en un lugar, en una forma de observar la naturaleza, de estar con la misma. Me dio herramientas que creo que hoy utilizo. Yo no sé cuáles son las herramientas estéticas, no puedo ni mencionarlas: el planeador sí puedo mencionarlo y verlo en mi obra. Toda la idea del planeador es sostener el vuelo sin motor todo el tiempo que puedas y lo más alto que puedas. Esa es una linda metáfora para cualquiera que transite la vida”. Y conduce la propia oración a ser, aprovechando una palabra que le gusta al autor, “casi” un orgánico y nada declamatorio manifiesto: “El planeador es una visión bastante ajustada de lo que a mí me representa. Es un aparato de mucha belleza y sin motor donde solo necesitás de la naturaleza para moverte. Siempre estoy mirando la belleza y entusiasmado por generarla. La belleza como logro humano, incluso dentro de la fealdad, de las situaciones sórdidas. Esa es la misión de la poesía finalmente: tomar una situación sórdida y representarla con belleza. Aunque uno use un lenguaje que no remita a la belleza, la belleza tiene que estar implícita, como una forma de arte. Me entusiasma mucho ese desafío”.

El pozo casi sin fondo de Bernasconi a la hora de las influencias y fuentes es un mapa vasto, posible pero no por ello menos sorprendente. Como su amado collage, la técnica que popularizó y que fue nave nodriza de sus múltiples formas de contar, todo aquí se corta y pega para dar sentido caprichoso pero coherente: la revista Humi (“un milagro”), un siempre calmo Hermenegildo Sabat en su oficina minúscula hablando de jazz, la Fierro en los años 80, la materia prima proveída por el Parque Rivadavia en pleno uno a uno, el descubrimiento en la carrera de diseño en la UBA de artistas como Roman Cieslewicz y John Heartfield (“personas que tuvieron que jugársela, y que se la jugaron con belleza, porque de otra forma eran excluidos o su vida corría peligro”) y, por supuesto, la naturaleza de Bariloche. Bernasconi: “Cuando juntás a la larga obras mías, hay una mirada más paulatina de la construcción de los hechos, que no es tan un golpe, la naturaleza te obliga a la sutileza, porque para empezar te empequeñece inmediatamente. Y eso te obliga a ser un ser más sutil en todo sentido. Bariloche, o la Patagonia, me obligaron a la sutileza. El no poder actuar con soberbia frente a la naturaleza. Y eso yo lo aprendí de chiquito. Eso fue directo: en la montaña, en el lago, en el bosque, uno tiene que actuar con una mesura diferente. Uno está imbuido en la naturaleza de una manera más orgánica”.

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¿Cómo llega entonces un piloto amateur de Bariloche, calcador de clásicos de la historieta nacional, a contar lo que hoy se consideran clásicos recientes, como las reediciones mencionadas, o libros como El diario del capitán Arsenio (publicado en 2007, un supuesto manuscrito sobre aviación, el más valioso y antiguo que se conoce) o El infinito (de 2018, una de sus más poderosas ambiciones: definir el infinito)? O, quizá, más importante: ¿cómo logra un estilo que hoy ha dejado su huella en todo el mundo, y que nace en la ilustración y se expande, como el horizonte, en muchas más formas de la narración? Bernasconi: “Uno de los libros en los que más me reconocí fue El diario del capitán Arsenio, porque había un montón de cosas; de elementos, de guiños, de ideas, que estaban escritas, pero que podían haber estado ilustradas. La voz era la misma. Si uno observaba cómo estaba ilustrado ese libro y cómo está escrito, está escrito en forma de collage. Es como un pastiche de capas, cuatro voces, cuatro formas de escribir algo. Ahí entendí que lo que hacía con la ilustración era también mi forma de pensar, mi forma entonces de escribir, de pensar en capas, de forma tangencial”. La palabra tangencial le da pista: “Me gusta ser tangencial, acercarme desde los bordes, desde el doble sentido, de los rodeos. No es algo que es una cosa sola y grita algo. Voy por los bordes, porque creo que es un efecto de la sutileza, y termina siendo más punzante que el grito directo. En ese libro, esos bordes, esas voces, esa disparidad, habían generado un recurso desde lo literario que fue natural, que fue entenderlo y poder contar algo complejo. Después aparecen otros libros, incluso los más de cuentos, que usan ese recurso, pero ahí está más explícito”.

La obra de Bernasconi es también un vuelo sobre una historia reciente de la literatura para la niñez local: a finales de los 90, cuando los ilustradores, gracias a un empuje de los profesionales del medio que el autor recuerda y que logra que empiecen a cobrar derechos de autor, cambia su percepción de su lugar en los libros. En su terreno se cruzan autores del Olimpo como Elsa Bonemann, Gustavo Roldán, Silvia Shujer y, recientemente gracias a su versión de El principito, Antoine de Saint-Exupéry, un piloto como él –en más de un sentido–. Bernasconi: “En nuestra literatura para las infancias, sin nombrar a nadie, hubo un cambio de paradigma a partir de las redes sociales. Se modificó muchísimo la expectativa de lo que puede pasar con los libros, la templanza, la obligatoriedad de los éxitos inmediatos en autores nobles o no. Hay libros maravillosos que nunca vieron la luz, o que no se sostuvieron más de una semana en una vidriera, y hay libros que uno ve que pasan meses y meses y venden una cantidad enorme de ejemplares pero que realmente tienen intereses mucho más oscuros de los que proponen. Eso me asusta: que hoy no podamos distinguir que un éxito no es necesariamente un buen libro, sino solamente un éxito. Y es lo que pasa en todos lados, en la música, en el cine, en la literatura, en todas las disciplinas artísticas (con todas las comillas posibles): que están obligadas a ejecutar ciertos formalismos o ciertos métodos para sostenerse como éxito, para generar ganancias. Lo que sucede con las redes es que los aplausos, o likes, son muy peligrosos. Engolosinarse con eso, y entender que es el camino, es un error”. Al hablar sobre la industria en la actualidad, con la posibilidad de la derogación de la Ley del Libro que amenaza: “Tiene que ver con esto. La Ley del Libro y cierta democratización de las lecturas, y cierta curaduría a veces del Estado, a veces de las editoriales, a veces de las escuelas; si se quita eso, o se apaga, o se disminuye eso, inmediatamente van a pasar dos cosas: esta obligatoriedad del éxito se va a hacer mucho más fuerte y mucho más perversa, y eso es malísimo desde cualquier punto de vista. Segundo, que los autores más jóvenes, los nuevos, se la van a ver muchísimo más difícil para aparecer, para surgir, cuando están bajo el paraguas de ese estigma de tener éxito. Con los que ya estamos, más o menos va a funcionar. Me preocupa que si yo apareciese hoy, con 20 años, con el mismo primer libro que funcionó en su momento, hoy probablemente no existiría. Yo no existiría más en 2024”.

Con más reediciones en su pronóstico, con libros por editarse, con su galería funcionando en Bariloche, Bernasconi reflexiona sobre su recorrido y logra, como siempre, un aterrizaje perfectamente humano, que conjuga la parsimonia con el predecible caos que cualquier pregunta puede ser: “En este momento de mi vida, de mi carrera, de mi transcurso a través de la mirada del arte, yo diría que aprendí a entender las cosas de múltiples maneras. No hay grises, no hay blancos, no hay negros. El arte te facilita que la mirada tenga que ser más transparente. Por un lado todo es más complejo, pero menos dual. La vida no es dual. El arte es una manifestación de la vida, porque le quita obviedad. Cuando hay obviedad no hay arte, yo creo que la vida no es obvia y las cosas que nos pasan en la vida no son obvias, ni son duales. Aprendí a confiar siempre en la poesía, en las manifestaciones no obvias, que nos ayudan a entender a otros, a nosotros, y es más divertido vivir así. Nos regocija más con la vida, que tiene matices que se manifiestan mejor en el arte. Yo vivo así: las cosas que pinto en mi galería, en mis libros, en mis ilustraciones, en mis cuentos son las cosas como yo las veo, son más divertidas y es lindo vivir. El arte le agrega colores y brillos a la vida de cada uno más allá de los pesares, y yo lo recomiendo”.