CULTURA
paul auster (1947-2024)

La misión para la que se sintió llamado

Una vez más, aquella que Thomas Wolfe, uno de los maestros inspiradores de Paul Auster, llamaba “la orgullosa hermana muerte”, hizo su aparición, como siempre en el momento menos propicio. El miércoles a última hora falleció el autor de “La trilogía de Nueva York” y “Leviatán”, entre tantas otras novelas memorables, y el escritor Gabriel Bellomo apuró una reseña sobre el último libro del escritor estadounidense, “Baumgartner”, y el resultado fue una despedida y un homenaje, el ejercicio de la necrológica, la tarea que, más que ninguna otra, todo verdadero amante de la literatura odia emprender.

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Auster. El autor, en su adultez. | cedoc

Acaso todo libro deba leerse como el último de su autor, un eslabón en la summa de su trabajo literario. La inconsistencia de la vida es razón suficiente para que toda obra cierre el arco y se incorpore a la que más deberá consultarse como obra completa. No es frecuente, claro, que el crítico se encuentre tomando apuntes para lo que será su comentario sobre una novela en el momento en que su creador, en este caso Paul Auster, muera, cerrando así una línea de tiempo y, paralelamente, abriendo la necesaria recensión de toda una vida dedicada a la literatura.

Ya no solo se impone el comentario sobre el texto en cuestión, en el caso “Baumgartner”, novela concebida durante el duro tratamiento a una enfermedad terminal. En palabras del propio Auster no imaginaba tramas ni se imponía a hacerlo cuando aparecía la idea o el tema de un relato o una novela, sencillamente trataba de encontrar el tono de escritura, la sonoridad del texto. Sus influencias confesas: Dostoievski y Salinger entre lecturas de juventud, luego Faulkner, Scott Fitzgerald, entre otros, el gran poeta francés de origen egipcio y amigo de Auster, Edmond Jabès. El azar, las simetrías, la errancia y la identidad, la memoria de infancia y la muerte, las relaciones filiales y la recurrencia inevitable a lo autorreferencial.

Con la edición de “La invención de la soledad”, en el año 1982, en la que como Kafka con “Carta al padre”, el autor reconstruye la intrincada relación con un padre divorciado, quien vive apartado y sin contacto con la familia, es cuando Auster logra reconocimiento. A su primer matrimonio fallido con la gran escritora Lydia Davis (de cuya unión nació Daniel, el hijo varón que moriría a los cuarenta y cuatro años por sobredosis, tras la muerte accidental de la hija de Daniel y nieta de Auster de un año) le seguirá su unión con la magistral escritora Siri Hustvedt. Esa unión, no exenta de recíproca y pública admiración, favoreció su labor y multiplicó su definitiva vocación y lo convertirá, por mérito propio, en un autor de trascendencia internacional, leído, difundido, premiado.

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Del Brooklyn ruinoso en el que se instala con Siri, cuando aún no era un barrio de artistas, hará su búnker y producirá una prolífica sucesión de novelas. Escritor aluvional y políticamente comprometido con la realidad social de su país y el mundo, crítico acérrimo de las políticas anticulturales de Estados Unidos, unido a la comprometida Siri Hustvedt con la defensa pública de las causas de los derechos de la mujer y de la sociedad en su conjunto, sin que ello le impida dar a la imprenta libros paradigmáticos como “El mundo deslumbrante” o “Vivir, pensar, mirar”. La obra de Auster, prolífica, no puede omitirse: “La trilogía de Nueva York” (1987), “El palacio de la luna” (1989), “Leviatán” (1992), guiones de películas como “Smoke” (1995) y “Blue in the Face” (1995), estos dos últimos en los que colaboró con el director Wayne Wang, y “Lulu on the Bridge” (1998) y “La vida interior de Martin Frost” (2007), que dirigió en solitario. Su novela “La ciudad de cristal” fue adaptada al teatro.

En la producción de todo escritor hay libros que necesariamente deben ser señalados como hitos ineludibles: al ya citado “La invención de la soledad” deberíamos agregar “La trilogía de Nueva York”, compuesto por tres novelas que conforma, con mano maestra, un policial metafísico en el que pueden hallarse ecos lejanos de Becket, Chandler y Wolfe. Tanto “Ciudad de cristal”, como “Fantasmas” y “La habitación cerrada”, por su singular indagación en el género, inauguraron una voz personal y única, por lo original, en el panorama de la narrativa norteamericana de fines del siglo XX y principios del XXI. 

La apuesta de Auster no careció jamás de particularidad y audacia, y cuando la inteligencia y la sensibilidad autoral dan a la narrativa la particularidad de una prosa a la vez refinada y profunda, nos encontramos con alguien como Paul Auster que, hacia el final de su carrera, nos sorprende con una “idea” que, conforme él mismo lo ha señalado, precedió a las primeras vagas percepciones de un material en ciernes. Con ese escaso material inicial, no más que un nombre y múltiples derroteros de un tal Fergusson, Auster escribió el prodigio de casi mil páginas de “4 3 2 1”, cuatro versiones o variaciones de una misma vida, la del joven Fergu-sson, cuatro derroteros conjeturales de una única infancia y juventud, y un único punto de partida, su fecha de nacimiento: el 3 de marzo de 1947.

En esta monumental novela, de la que Auster emergió, y así lo enunció, exhausto, encontramos el sentido en el que su autor genuinamente ha creído y creado para sí: el de todas las posibilidades y todas las imposibilidades, el de las opciones que se cumplen o se frustran, de las alternativas por las que optamos o desechamos, sin poder siquiera avizorar las consecuencias, esa maquinaria del albur que, opuesta a todo determinismo, desconoce el absurdo y el misterio. “Sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece”.

Es por lo que Paul Auster, el hombre, el escritor, el que cumplió la misión para la que se sintió llamado, forma ya parte de la historia de la literatura y de la personal de cada uno de sus lectores.