Entre 1982 y cinco días antes de su muerte en 1985, Orson Welles almorzó con frecuencia en el restaurante Ma Maison de Los Angeles junto a Henry Jaglom. Ya lo hacían desde 1978, pero recién en 1982 Welles aceptó que Jaglom grabara las conversaciones con la única condición de no ver el grabador, oculto en una valija. La presencia desapercibida del instrumento salvaba cualquier impulso de censura –sólo Jaglom sabía si había o no había un grabador en el valija–, pero también ordenaba las cosas a la manera de Welles, que asumía de las charlas su forma de confesión robada sin impedirle deslizarse hacia la actuación cuando quisiera.
Mis almuerzos con Orson Welles es el testimonio de esas conversaciones entre Welles y Jaglom editadas por Peter Biskind, apenas interrumpidas por las apariciones circunstanciales de los conocidos de Welles (Richard Burton, Jack Lemmon, la mujer de Vincent Minnelli, etc.) que se acercan a su mesa atemorizados y reverentes para que el homenajeado les devuelva la condescendencia en forma de oso bailarín al que el circo no ha podido educar: le sigue gustando la carne humana.
Sentado a la mesa de Ma Maison frente a Jaglom y un tercero en discordia que no habla, pero es el único ser vivo que parece calmarlo –su caniche Kiki–, Welles es una bestia misántropa, una gloria radiactiva y, sobre todo, una memoria múltiple que habla para que no mueran su mito personal que crece aún con su fuerza en stand by, ni los chismes de Hollywood del que muchas veces es protagonista y fuente, ni la historia del arte que para él es la historia del malentendido.
En sus largas horas de conversaciones, Welles se apoya en Jaglom para lanzar sus monólogos, cada uno de ellos con varias cabezas. La fuerza wellesiana en acción se manifiesta descargando historias, cambiando de tema, abordando asuntos de diferentes pesos como las guerras napoleónicas y la identidad de su padre (sospecha que es Fiódor Chaliapin, el cantante de ópera ruso, que tuvo una aventura con sus madre) con el mismo interés cambiante.
A Welles lo mueve el aburrimiento, lo que lo lleva a hacerse una película de cada cosa. Se trata del ritmo vital que atrapa o descarta su atención y que tiene su antecedente en los años 30, cuando entraba y salía de los cines en cualquier momento de la proyección: “Era como entrar a un bar a tomar algo”. La costumbre, que tiene algo del nomadismo juvenil de todas las épocas, lejos de evaporarse con los años se afianzó y Welles la siguió practicando con su última mujer Oja Kodar en una de sus últimas visitas a París, donde un día entraron a cinco salas pero sólo vieron “uno o dos rollos de cada una”.
La vida de Welles se forma por la reacción química de una cinemanía supuesta más una dromopatía concreta. Del cine, lo único que le interesa es hacer películas. Se describe como un aventurero al que el cine le parece la forma de arte menos atractiva junto con el ballet. La confesión de este desinterés llega al grabador de Jaglom con otra confesión, que es la del sueño de educar (sueño y desinterés
iluminan y oscurecen con intermitencia el corazón de Welles), un sueño que no esconde sus ansias de poder porque su propósito no es el de enseñar la tabla del dos sino el de cambiar el mundo. Pero nadie quería dar con él el primer paso que lo convirtiera en alguien “útil”. Al cabo de la decepción, ¿qué hizo?: otra película.
Es que todos los sueños de Welles son sueños de poder. El ciudadano Kane es, por aburrimiento –por dinámica de desinterés y sueño–, todas las películas en una. Rodar una película, nombre de fantasía de un género más amplio (la aventura), es hacer una revolución total. Lo que no es revolución es status quo. Desde el punto de vista de Jaglom, las revoluciones de Welles fueron dos: El ciudadano Kane y Fraude, ambas destinadas a la incomprensión inmediata y la gloria póstuma.
Welles se entusiasma con ese ránking y confiesa que Fraude es la única película original que filmó después de El ciudadano Kane, y que el hecho de que no gustara en Estados Unidos es la tragedia de su vida. Entre una película y otra pasaron más de treinta años. ¿Dónde estuvo Welles? Según la memoria que lo reconstruye en los almuerzos del Ma Maison, ha estado actuando sin la suerte que hubiese esperado, dirigiendo películas malogradas (con alguna excepción) y engordando su figura de genio irascible que aterraba a los productores, quienes preferían matarse antes de darle el corte final y un adelanto de honorarios.
Le faltó enumerar que en esos años él mismo fue el work in progress de una obra maestra llamada Orson Welles, capa geológica clave, pero todavía inestable en el curso de la humanidad ilustrada que los historiadores del cine consideran un genio –además de un cabeza de lista–, pero que podría ser rebautizado como una fuerza natural. Es la naturaleza de Welles lo que se manifiesta entre las discusiones sobre si alcaparras sí o no, el maltrato distante a los mozos y las consideraciones raciales que –como toda fuerza naturalno necesitan apelar a los argumentos de la razón para sentar posición sobre las cosas. “¿Tengo que argumentar?”, dice Welles. Detesta “físicamente” a Woody Allen y a Bette Davis, y asegura que los sardos tienen los dedos gruesos y los bosnios el cuello corto, ironías en las que el argumento es un humanismo malicioso que señala sin vergüenza el revés de la corrección. De algún modo, el modo funcional que pone en marcha la maquinaria con la que Welles salta de una descalificación a otra, lo suyo no es otra cosa que la constante sorpresa del observador romántico que actúa mediante actos de afirmación. Con la salvedad de que le da a sus intervenciones un sentido artístico: “Yo miento siempre”. De manera que ¿discute ideas o produce formas?
El dios de cine de autor es más bien un autor generalista, sin especificidad, expandiéndose por todos los territorios para finalmente no pisar ninguno. Es guionista, actor, director de cine, iluminador, director de teatro y productor, pero la figura que más se acerca a su espíritu es la del diletante, es decir la del lector (y en tanto lector: escritor). Porque, además de las películas y los actores (que pertenecen por igual al mundo del arte y al del conventillo global) y de los platos de Patrick Terrail por los que Welles visitaba casi todos los días el Ma Maison, lo que más se ve desfilar por las conversaciones son los nombres de escritores, por los que siente devoción. Es una devoción crítica, que hay que tomar como de quien viene, pero a diferencia de las consideraciones despiadadas sobre el mundo del teatro y el cine –que conoce tanto que siempre las hace desde una posición de superioridad–, a los escritores los cree dioses y, por lo tanto, pares a la altura de su genio. Aún cuando sus opiniones sean negativas o ambiguas, como cuando se refiere a Becket, Céline, Joyce y Borges (que lapidó a El ciudadano Kane), los escritores son bienvenidos a luchar en su categoría.
Los almuerzos del Ma Maison se van sucediendo y no impiden que brote del fondo más profundo el drama personal de Welles. Ese drama es el dinero. Los productores le escapan tanto como los representantes, y él comienza a darse cuenta de la situación que lo acorrala.
“Creo que mi futuro está en la publicidad”, le dice a Jaglom. Los proyectos de filmar se desploman, y las vueltas del ministro de Cultura de Francia, Jack Lang, para invertir en una versión de Rey Lear, lo deprimen. La ironía se esfuma: “No hay ‘mientras tanto’. Hay la cuenta del supermercado. No tengo dinero y es urgente. Me estoy volviendo loco. No puedo permitirme trabajar con la esperanza de obtener ingresos en un futuro”.
El aspecto del Welles es el iconografico: barba a lo Rasputín, cabello abundante ondulando hacia atrás y el habano casi como prótesis. Un retrato, con un autorretrato verbal lastimoso y profético: “Yo ahora, cuando de mi carrera sólo queda el recuerdo, sigo aquí, como una especie de monumento, pero llegará un momento en que desapareceré por completo, como a través de una trampilla”.
Welles está entrando a su infarto del 10 de octubre de 1985 a través de un túnel de oscuridad. Nunca creyó en el éxito, pero ahora tampoco cree en la posteridad. Si hubo un canto de cisne en los últimas almuerzos del Ma Maison, fue cuando Jaglom le cuenta que va a rodar una película con su ex mujer. La historia consiste en un último encuentro de una pareja que se reúne para separarse. Welles se entusiasma y aporta ideas extraordinarias a una idea más bien corriente. ¿Qué lo hace revivir? El recuerdo. Porque lo que le cuenta Jaglom es su historia, pero también aquella otra que Welles le contó dos años antes en uno de sus almuerzos, sobre su última noche con Rita Hayworth.
La fuerza descomunal del Welles influyente que enloqueció a Peter Bogdanovich con la locura menos estudiada por la psiquiatría social –la que lleva a la imitación–, tema de conversación en varias veladas de Ma Maison, va a activarse una vez más para atrapar a Jaglom, que ya no sabe distinguir en Welles la vida de las películas que se hace con ella.
Welles estaba en Roma rodando Otelo y Hayworth lo llamó para invitarlo a pasar la noche en Antibes. Viajó en lo que pudo, un avión de carga, parado entre las cajas. Ella lo esperó en un hotel que daba al Mediterráneo, sobre un lecho de flores y le dijo que estaban hechos el uno para el otro. Pero Welles le dijo que se había enamorado de otra, “aquella italiana fea y delgaducha que no me hacía ningún caso”. Ella lloró y le pidió que durmieran abrazados. El epígrafe de Welles para ese suplicio es éste: “Se me durmió el brazo, no dejaba de mirar el reloj por el rabillo del ojo, no quería perder el avión a Roma. Cinco días después, Rita se casó con Ali Khan. Se moría por dejar de ser una estrella de cine”.