CULTURA
philip k. dick

Por los mares de silicio

Dueño de una biografía de leyenda, la obra de Philip K. Dick es una puerta abierta, desde el pasado inmediato, a un presente hasta hace poco vertebrado como futuro. Obra profusa, compleja y letal, la suya es un evangelio revulsivo para resistir, alucinados, contra las mendacidades de nuestra época. A cuarenta años de su muerte, reflexionamos sobre su legado.

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Consagrado como uno de los escritores mayores de la segunda mitad del siglo XX, la obra y el legado de Philip K. Dick laten más que nunca. | juan salatino

Cuando el apellido de un escritor se transforma en adjetivo, significa que ha trascendido la barrera de lo meramente literario para convertirse en parte de la cultura popular. A una situación absurda, angustiosa e innecesariamente complicada la llamamos kafkiana; una escena que nos causa espanto o terror es denominada dantesca; y si un relato habla de realidades frágiles, paranoia, androides y simulaciones decimos que se trata de una historia dickiana. Por ejemplo, en octubre de 2005 un hombre abordó un avión y al bajar olvidó su maleta de mano dentro de uno de los compartimientos para equipaje. La maleta contenía un objeto sumamente peculiar: la cabeza del androide de un escritor, que desapareció sin dejar rastros. Esta historia real –que en 2012 fue narrada por David Dufty en el libro Losing the Head of Philip K. Dick: A Bizarre But True Tale of Androids, Kill Switches, and Left Luggage– es pura e innegablemente dickiana, más si tenemos en cuenta que aquella cabeza perdida pertenecía a PKD, el androide del escritor Philip K. Dick. Desde su fallecimiento en marzo de 1982 a la fecha, estos fantásticos relatos dickianos no cesan de multiplicarse a la par que crece su mito, alimentado por la devoción de sus lectores y el minucioso trabajo de los biógrafos. Su vida fue tan extraña y atípica que cualquier lector desprevenido podría confundirla con una de sus novelas. El propio Dick se sentía confundido al respecto, y llegó a asegurar que sus ficciones eran en realidad autobiográficas.Quizá su mayor logro haya sido poder canalizar esa locura, domesticarla y crear una obra a partir de los restos. Ahí donde la mayoría fracasa y se autodestruye, él logró triunfar, al menos en el plano literario. Pero la vida de Philip K. Dick no solo fue extraña, sino también complicada. Nació un 16 de diciembre de 1928 en Chicago. Jane, su hermana gemela, falleció cuarenta días después y fue enterrada en el cementerio de Fort Morgan, Colorado, con una lápida que, además de su nombre, tenía grabado el de Philip. Esta pérdida temprana lo condicionó psicológicamente a tal punto que el fantasma de su hermana lo acompañaría en cada etapa de su vida, llegando incluso a convertirla en un personaje asiduo de sus novelas. Su interés por la fantasía y, por extensión, la ciencia ficción comenzó cuando conoció los libros de la saga de Oz. A los 12 años leyó por primera vez una revista de ciencia ficción (Stirring Science Stories), cuyo editor compraría en 1954 su primera novela, titulada Lotería Solar. Durante esta etapa tuvo un sueño recurrente que cobraría sentido muchos años después: se encontraba en una librería buscando un ejemplar de la revista Astoundig, que contenía un cuento titulado El imperio nunca terminó. El joven Philip estaba convencido de que si lo leía obtendría todos los secretos del universo, pero siempre despertaba momentos antes de encontrar el ejemplar. Durante su adolescencia trabajó en la tienda University Music, donde descubrió su pasión por la música y dejó momentáneamente de lado la literatura de ciencia ficción seducido por los clásicos modernos: Pound, Kafka, Proust, Dos Passos. En octubre de 1951 publicó su primer cuento, titulado Roog, en la revista Planet Stories, motivo por el cual decidió abandonar su trabajo y dedicarse full time a la escritura de relatos de ciencia ficción. “En sus cuentos de los años 50, y en sus primeras novelas, Dick organiza el corpus de la ciencia ficción estadounidense (que, en efecto, bien pudo haber leído completo hasta ese momento) como un lenguaje y lo reordena con combinaciones inéditas y deslumbrantes –dice el escritor uruguayo Ramiro Sanchiz–. En ese sentido, Dick está siempre al borde –sin dar el salto del todo, cosa que en cierto modo haría recién en los años 70– de una ciencia ficción meta, capaz de hablar en sí en términos de una tradición y un lenguaje; a la vez, si la historia de la ciencia ficción clásica (o sea la agenciada por John Wood Campbell Jr. desde Astounding) es la de una doble demarcación, de la fantasía por un lado (en tanto la ciencia ficción es la literatura especulativa de lo científicamente plausible) y del pulp por otro (en tanto la ciencia ficción reclama para sí un lugar de especulación disciplinada y rigurosa), el lugar desde el que escribe Dick desproblematiza ambas demarcaciones y se instala en un territorio hiperpulp, como si se hubiese decidido a acelerar la matriz del género para convertirlo en literatura experimental”. A partir de este punto de quiebre, su producción fue imparable: escribió 36 novelas de ciencia ficción –entre ellas, obras maestras de culto como Ubik (1969), El hombre en el castillo (1962), Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1965) y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968)”–, 14 novelas realistas, más de 150 cuentos y miles de páginas de lo que llamaría Exégesis. Philip fue un hombre enfermizo y psíquicamente inestable. Vivió una existencia austera, al punto de llegar a alimentarse con comida para perros. Calificado como “un visionario entre charlatanes” o como “el Shakespeare de la ciencia ficción” por autoridades literarias y críticas como Stanislaw Lem o Fredric Jameson –respectivamente–, no tuvo en vida el reconocimiento que hubiese merecido, pero como escribió Emannuel Carrère en su libro Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos: “Ha sonado la hora del reconocimiento mainstream. La biografía que acaban de leer es un síntoma de ello”. En la actualidad, Philip Dick es aceptado incluso en los círculos de la alta cultura: su obra es estudiada por académicos e intelectuales de todo el mundo, un importante premio literario lleva su nombre, se estrenó una ópera basada en su novela Valis y se publicó al menos media docena de biografías e igual cantidad de documentales, entre ellos The Penultimate Truth (2007), documental argentino escrito por Patricio Vega –guionista de Los simuladores y Hermanos y detectives–, con asesoría del escritor y especialista Pablo Capanna, nuestro biógrafo vernáculo de Dick. Pero su impronta también ha quedado fuertemente vinculada a la cultura pop: se cuenta una veintena de películas que adaptan de forma directa e indirecta sus textos –entre ellas Blade Runner (Scott, 1982), Total Recall (Verhoeven, 1990) y Minority Report (Spielberg, 2002)–, cada año se celebra un festival de cine en su honor, su cara es estampa de remeras y diseño de tatuajes, autores de cómics como Robert Crumb y Laurent Queyssi transformaron sucesos de su vida en viñetas, y videojuegos como el lisérgico Californium (2016) toman su obra como inspiración. En los últimos diez años el interés por este escritor parece haber tomado envión: el sello editorial Minotauro no solo está reeditando las novelas clásicas, sino también las de la llamada etapa realista (La burbuja rota, Mary y el gigante, Confesiones de un artista de mierda), incluyendo Nick y el Glimmung, su única novela juvenil, escrita en 1966. También se reeditaron las biografías Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Carrère, 2018) e Idios Kosmos (Capanna, 2022), y se publicó por primera vez en español En busca de Philip K. Dick (2020), biografía escrita por su ex esposa Anne R. Dick. En nuestro país se escribieron estudios sobre su vida y obra como Philip Dick: instrucciones de uso (Alonso, 2011), Apuntes sobre Philip K. Dick (Terranova-Robles, 2017), Philip Dick con Lacan (Schejtman, 2018) y la editorial local Cactus publicó en marzo La alteración de los mundos, un análisis sobre las ficciones de Dick a cargo del filósofo francés David Lapoujade. Incluso el universo del streaming, tan en auge en estos días, se sumó a la dickmanía con las series The Man in the High Castle (2015-2019), que toma como base la novela homónima, y la antología Electric Dreams (2017), que adapta diez cuentos de diferentes épocas. Esta popularidad en alza que permite el aluvión de reediciones, películas y ensayos basados en su obra quizá se deba en parte a que las ideas sobre el control de la realidad, la vigilancia y la paranoia que encontramos en sus ficciones parecen describir fragmentos de nuestra cotidianeidad: vivimos en un mundo cada vez más dickiano, entre el avance de la inteligencia artificial, la digitalización de la vida, la posverdad, las fake news y los deepfakes que ponen en duda la realidad. Su literatura aún tiene vigencia porque la ciencia siempre fue lo menos relevante de su ciencia ficción. Entonces, que la tecnología y los gadgets de sus historias hayan envejecido no les quita ni un ápice de fuerza a esos mundos ficcionales. Hoy sus novelas nos interpelan más que nunca, y eso hace que todo lo relacionado con Philip Dick sea material relevante y vendible. Prueba de ello es la publicación, en 2011, del libro The Exegesis, editado por el escritor Jonathan Lethem –fanático confeso– y Pamela Jackson, en una jugada editorial un tanto arriesgada teniendo en cuenta que se trata de un mamotreto de 944 páginas que recopila algunas de las miles de notas escritas por Dick en un desesperado intento por comprender los acontecimientos ocurridos entre febrero y marzo de 1974 , en los que experimentó glosolalia y desdoblamiento de personalidad –su álter ego se llamaba Horselover Fat–, creyó estar poseído por un cristiano que había sido ejecutado en los sótanos del Coliseo y se comunicó con una especie de inteligencia artificial extraterrestre (Valis) que le transmitía información a través de un rayo rosa y que, según Dick, salvó la vida de su hijo Christopher al advertirle que tenía una hernia inguinal que precisaba ser operada de forma urgente. Estas experiencias místicas y su interés por el gnosticismo y el esoterismo –el I Ching fue un elemento fundamental a la hora de escribir su premiada novela El hombre en el castillo– lo convirtieron, según Pablo Capanna, en “algo más que un escritor, casi el profeta de un nuevo culto”. Loco, profeta, visionario… lo cierto es que sus relatos son el equivalente a un infeccioso virus de la palabra que provoca obsesión y empuja al lector a dudar de la realidad. “Leer a Dick significó para mí un momento de fascinación o incluso saturación, y luego una larga tentativa de hackeo –recuerda Ramiro Sanchiz–. Por encima de sus tópicos y sus procedimientos, la tarea dickiana por excelencia es desentrañar los mecanismos por los que en novelas como Ubik y Valis se equipara la proliferación del relato con su aceleración especulativa, en un equivalente literario de la secuencia de la puerta estelar en 2001: A Space Oddysey”.

Su nombre quedó indefectiblemente asociado a los alucinógenos y la contracultura. Fredric Jameson lo llamó “el poeta épico de las drogas y la esquizofrenia”. En la trama de muchas de sus mejores historias –Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, Una mirada a la oscuridad, La fe de nuestros padres– las drogas tienen un rol decisivo. Pero la realidad es que Dick les temía a los efectos devastadores que el ácido lisérgico podía tener en su psique. Fumaba marihuana ocasionalmente y solo tuvo dos o tres viajes con LSD, pero los psicodélicos no le interesaban, y tampoco los necesitaba. Su imaginación era LSD en estado puro, su mente desbordaba de ideas extraordinarias, incluso cuando no escribía ficción: las hermanas Wachowski escribieron la trama de The Matrix (1999) –una de las películas más aclamadas de la historia del cine de ciencia ficción– tomando apenas algunos conceptos delirantes y paranoides que esbozó en una conferencia del año 1977. Con dos o tres de las ideas que Dick diseminó en sus libros, un escritor promedio –y astuto– es capaz de escribir una trilogía. Pero él no tenía tiempo para sagas, necesitaba pasar urgente a otra novela, generar nuevas historias para vender y poder comer. Por eso recurría a los fármacos: las anfetaminas en grandes cantidades le quitaban la necesidad de dormir y lo empujaban a escribir a un ritmo frenético, por lo que en dos semanas podía tener finalizada una novela. El resultado fue una muerte prematura pero una obra profusa con un valor enorme y una influencia incalculable tanto en escritores como en directores cinematográficos.  “Creo que un valor importante de la obra de Dick es que, si bien comenzó a publicar en revistas de ciencia ficción, nunca se vio limitado por los estereotipos y fórmulas que imperaban en aquellos medios y, en general, en todo el campo de la ciencia ficción –remarca Luis Pestarini, editor de la decana revista de ciencia ficción Cuásar–. Así pudo encarar temas y enfoques poco habituales como el desplazamiento de la percepción de lo que entendemos como realidad o qué es realmente ser humano. Esto, sumado a una prosa muy por encima del promedio del género, terminó por atraer la atención de la academia (junto con la obra de Ursula Le Guin), sumiendo a la ciencia ficción, que estaba considerada ‘de clase baja’ en los cánones de la literatura, en un proceso de legitimación”. Philip Dick trascendió al género de la ciencia ficción, trascendió a la literatura y se instaló como una figura central de la cultura pop del siglo XXI. A pesar de llevar cuarenta años enterrado en Fort Morgan junto a su hermana Jane, está más vivo que nunca a través de sus ideas filosóficas, sus cuestionamientos a la realidad y sus historias llenas de perdedores hermosos, falsificaciones y mundos débiles.

 

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Políticas de la paranoia

Michel Nieva

Acaso uno de los grandes aportes de Philip K. Dick a la literatura haya sido contrabandear a Borges y a los imaginarios neoliberales del cyberpunk. El Aleph transformado en los efectos de una droga manufacturada por una megacorporación para atenuar las penurias de sus trabajadores precarizados en el espacio exterior, la indistinción entre real y ficcional internalizada a la conciencia de un empleado que no sabe si es humano o robot, el duelo entre cuchilleros trasladado a la guerra entre máquinas inteligentes por los recursos naturales de un lejano planeta. Pero en Dick, a diferencia de Borges, no basta el asombro de lo fantástico como efecto estético: lo fantástico es apenas una pista que activa la sospecha de un vasto complot cósmico o interplanetario. Porque el rasgo que vuelve tan contemporánea la literatura de Dick es la paranoia como sintaxis narrativa. El individuo en sus historias es tan minúsculo frente al poder de gobiernos y multinacionales, que la paranoia (sospechar una forma de control que ni siquiera se sabe cuál es) es su única herramienta política. En el prólogo a su Antología personal, Ricardo Piglia afirma que si la estructura narrativa del siglo XX es la de Proust (la narración como río arrastrado por la asociación caótica de recuerdos y percepciones), la del XXI es sin duda la de Dick: la narración como trastorno paranoico que, ante constantes estímulos que indistinguen lo virtual de lo real, encuentra en la paranoia un principio de verdad. Piglia pone de ejemplo el cuento We Can Remember It for You Wholesale, la historia de un oficinista que, sin suficiente dinero para cumplir su sueño de viajar a Marte, compra a una compañía un recuerdo inventado de su viaje. Pero cuando instalan el recuerdo en su mente mediante un poderoso narcótico, sufre una especie de brote psicótico o de revelación, y descubre que lo que él creía su aburrida y sencilla vida de simple empleado se trataba en realidad de un recuerdo artificialmente instalado en su mente para olvidar que era un rebelde originario de las colonias de Marte. Enterado de su potencial subversivo, la policía lo persigue para matarlo, y mientras el hombre escapa uno se pregunta: ¿pero si descubrió con un recuerdo artificial que era un terrorista marciano, entonces cómo saber que ese recuerdo no es también falso? No hay manera. Por eso la paranoia, la sospecha de un complot, es la única política en Dick para dar sentido a la indistinción entre simulacro y realidad.

En un libro reciente, el filósofo David Lapoujade propone que si la actividad esencial de la novela realista es inventar personajes, la de ciencia ficción es engendrar nuevos mundos. En el caso de Dick, esos mundos son perfectos negativos del nuestro, en los que el capitalismo ha alcanzado tal nivel de sofisticación que no nos permite distinguir su delirio de la realidad, y las personas quizá sean máquinas, la realidad el efecto de una droga, la paz el engaño de un gobierno en guerra, y el paranoico, entonces, el único sabio revolucionario capaz de desactivar estos mecanismos de dominación y vigilancia.