Tengo dos recuerdos muy claros de mis contactos iniciales con el fútbol. En el primero, estoy jugando en una plaza, a la vuelta del edificio donde vivimos con mi familia. No hay cancha, pero sí mucho espacio verde y en el medio las vías del tren, que son bastante molestas para jugar, aunque eso no nos importa demasiado. Uno de los arcos está armado con unos postes de fierro oxidado; el otro, lo improvisamos usando un palo borracho y un buzo o una remera.
El segundo recuerdo es en una cancha de verdad. Estoy sentada del lado de afuera, con la pelota en las manos, mirando a mi papá y su grupo de amigos que juegan un picadito, como todos los sábados. Los que estamos mirando somos dos: Cucu y yo. De pronto, el partido se detiene y los jugadores invitan a mi amigo a sumarse. Él entra a la cancha, yo sigo sentada mirando. Un rato después me pongo de pie, pero no para entrar a jugar sino porque me están picando las hormigas...
Esos dos recuerdos resumen bastante bien lo que significaba hace no mucho tiempo ser una nena y querer jugar al fútbol. Por un lado, no tener un lugar para practicar, porque no había fútbol femenino en los clubes. Y por otro, que tampoco nos dejaran jugar con varones, como si a los 5, 7 o 10 años hubiera una gran diferencia física y como si esa diferencia fuese un motivo para que dos personas no pudieran practicar el mismo deporte.
Cuando era chica, lo único que quería hacer era jugar con una pelota, divertirme, estar con amigos y amigas, pasar el tiempo, competir, hacer goles, tirarme al piso, embarrarme y ensuciarme. Y lo hacía. Mis amigos varones no se preguntaban por qué yo estaba ahí, entre ellos. Me había ganado mi lugar igual que cualquier chico: jugando. Pero cuando volvía a casa y pasaba junto al grupo de pibes más grandes, ya adolescentes, que se juntaban en la puerta, escuchaba sus risas y sus comentarios. Eso me hacía sentir rara, diferente: yo no era una nena como las demás.
Pero ¿cómo se supone que debía ser? Desde muy chiquitas nos decían que había un montón de cosas que no podíamos hacer. Y una de ellas era jugar al fútbol. Siempre por los mismos motivos: miedo a que “la nena se lastime”, porque nos veían frágiles, incapaces de sobreponernos a un golpe o una caída; o por el rechazo a que hiciéramos algo que era considerado “de varón”. Si te gustaban las cosas que eran vistas como exclusivas de los varones te decían “machona” o “marimacho”. A mí me veían así, no solo porque jugaba a la pelota. También por mi forma de vestir. Me encantaban unos pantalones anchos, de rapera, que tenían un cierre a la altura de la rodilla para convertirlos en bermudas y las remeras amplias. No usaba vestidos, ni polleras, ni ropa color rosa.
Para mis cumpleaños, Navidad o Reyes me regalaban pelotas. No solo de fútbol, también de básquet, vóley o del deporte que fuera. Muchas pelotas. Las amaba. En las cenas de Nochebuena se juntaba toda la familia. Nosotros hacíamos lo que hacen todos los chicos y las chicas del mundo en todas las épocas: tratar de adivinar qué era y para quién cada uno de los regalos que se amontonaban debajo del arbolito. El mío era fácil porque se veía la forma: una pelota envuelta en papel brillante como un caramelo. También recibía autos y lanchas. Eso era lo que me gustaba. La única muñeca que recuerdo fue una Barbie sirena que le apretabas un botoncito en el pecho y decía algo. Mi abuela nos regaló una a cada hermana. Me duró intacta por años, porque no jugaba nunca con ella.
Lo mío eran claramente los deportes. Me dabas una pelota, un palo o lo que fuera y yo me sentía poderosa. Era buena en todos. Mientras jugaba desaparecían la inquietud y la inseguridad que me provocaba no ser como los demás esperaban que fuera y me sentía fuerte, cómoda, confiaba en mí.
Mi mamá y mi papá no intentaron cambiarme. Podía elegir mi ropa, mis juegos y mis amistades; respetaban mis elecciones, al igual que las de mis hermanas. Pero otros adultos, y también chicos y chicas, jóvenes y adolescentes, esperaban que yo fuera diferente. Sentía su mirada sobre mí, las expectativas acerca de lo que una nena debía ser. Me sentía un bicho raro.
Titulo: El fútbol es mi rebeldía
Autor: Macarena Sánchez
Genero: Biográfico
Año: 2020
Editorial: Montena
Macarena Sánchez
-Es futbolista, juega en San Lorenzo y fue la primera mujer en fimar un contrato profesional en el fútbol argentino.
-Antes había jugado en el Club Atlético Colón de Santa Fe; en Logia Fútbol Club, de la liga santafesina de fútbol, y en UAI Urquiza.
-En diciembre de 2019 fue designada por el presidente Alberto Fernández para dirigir el Instituto Nacional de la Juventud.