La Bond Street, mítica galería del urban style en pleno Barrio Norte sobre la Avenida Santa Fe, abrió en 1960. Y hoy, literalmente sobrevive. Se la reconoce, ante todo, por sus locales de tatuajes y piercings. El “Muro de la Fama” en su entrada, con fotos de personalidades nacionales e internacionales (la cantante pop Tini Stoessel; el diseñador siempre de moda Benito Fernández; el cuartetero Rodrigo Bueno; el referente del punk-rock alemán Kuddel, guitarrista de los Die Toten Hosen) es apenas el registro tierno de un esplendor que busca revancha.
El silencio de los negocios cerrados no logra taparse tan fácilmente con la música que resuena desde aquellos que pudieron mantenerse en pie, pagando algunos un alquiler mensual de $35.000, en alguno de los tres niveles de que dispone el emblemático centro comercial. Los locales de tattoo en la Bond Street son tan solo ejemplos de lo que ocurre en los 10 mil locales del ramo que, según estimaciones sectoriales, hay en la Argentina. En CABA, reabrieron junto con las peluquerías, a principios de agosto.
Desde la Fundación Mandinga, dirigida por el tatuador Diego Staropoli, se impulsó un protocolo de trabajo e higiene que se está aplicando a nivel local, provincial y nacional: cabina sanitizante en la entrada; termómetro láser para calcular la temperatura; acrílico en el escritorio de recepción para separar los empleados de los clientes; alcohol en gel; ingreso con tapaboca o barbijo; cita con turno previo y una declaración jurada en el acto por posible circulación de Covid-19.
Aún así, el propietario de Mandinga Tattoo asegura que están “haciendo malabares” y, que pese a la reapertura, fue como “arrancar de cero” porque, si bien comenta que el trabajo está en marcha, hoy están ganando un 40 por ciento de lo percibido previo a la pandemia. “Con lo que antes ganabas 100 dólares por un tatuaje, ahora son solo 20”, ejemplifica Staropoli, que tiene sucursales en Lugano y San Telmo, con la idea de extender su franquicia a Miami.
“En los Estados Unidos están pendientes de la vacuna contra el coronavirus, en cambio, acá particularmente, más allá de la pandemia, lo que más nos preocupa es la pandemia económica, que siempre es lo más complicado”, dice el también creador de la Expo Tattoo Show, una de las diez convenciones de tatuajes más importantes a nivel mundial y la más grande de Sudamérica. Staropoli adelantó a Perfil que la edición número 17 del encuentro que se realiza en La Rural durante marzo y suele recibir a artistas de China, Italia, Francia o Alemania, entre otros, está cancelada y “con suerte” se volverá a realizar en 2022.
Según una investigación de la agencia alemana Dalia Research, la Argentina está entre los cinco países con más gente tatuada. El estudio reveló que el 43% de las personas tiene al menos un tattoo y que son más las mujeres (45%) que los hombres (41%) quienes deciden quedar marcadas. Esto mismo puede asegurarlo Ari Longo, director de Buena Vibra Tattoo Studio, en base a la agenda que lleva desde el 2009. “Son seis chicas por cada cuatro muchachos las que se tatúan”, estima el propietario de la empresa de diseño y confección de máquinas de tatuar “Santa María”, aunque aclara que, en lo que respecta a lo financiero, son “ellos” quienes dejan mayor rédito económico porque las piezas artísticas que eligen suelen ser más grandes y eso implica un mayor desembolso.
Hoy, para tatuarse, hay que contar con un mínimo de $1.500, y de ahí en más todo va dependiendo del diseño y el tamaño. Luego están los trabajos más complejos que llevan sesiones de dos o tres horas reloj cada una y que el costo ronda los $8.000. En el mundo del tattoo no hay un tarifario estándar. El costo del producto final está determinado por distintas variables, como la trayectoria del artista, los materiales que utiliza y el equipamiento del estudio.
Las tarifas subieron un 50 por ciento promedio desde el comienzo del aislamiento. El consumo de tatuajes de alta gama suele justificarse en que se trata de una suerte de “bien material” que dura para toda la vida. “Me estoy tirando encima la plata que me gastaría en el boliche o para cambiar la moto”, le dijo hace unos días un cliente a Longo, quien comparte varias anécdotas de cuarentena mientras reflexiona que, si bien el tatuaje no es una de las necesidades primarias, es uno de los rubros “beneficiados” por este fenómeno: invertir el dinero que ahora no se está pudiendo gastar en ocio y la diversión, en tatuarse el cuerpo.
En cuanto a tendencias, ahora son familias completas las que deciden tatuarse ya sea un diseño en común como “símbolo de pertenencia” o distintas cosas, pero surgidas de una decisión conjunta. “Vino una familia entera a tatuarse un mate porque para ellos representa que, por la pandemia, ahora sí tienen un tiempo de unión, de charla y encuentro, ese que en la antigua normalidad no existía por sus trabajos y obligaciones”, comparte Ari Longo, quien inspirado por sus estudios de coaching ontológico y formación psicoanalítica, descubrió en estos meses una mayor demanda de diseños más “introspectivos”, emocionales, posiblemente por lo que ocurre a nivel mundial.
De todos modos, se mantienen los trabajos de gran tamaño como las mangas (o media manga) y piernas, ilustraciones y producciones artísticas que llevan un diseño complejo y mucho feedback previo entre el tatuador y el cliente, ya que el tiempo de labor debe agilizarse porque, por el protocolo de aislamiento por Coronavirus, no se puede acumular gente en los locales.
UN TATUAJE, MÁS QUE MIL PALABRAS
Para Cristian llegó el gran día: hace dos años que tiene dando vueltas en su cabeza la idea de hacerse un tatuaje de gran tamaño… y de gran valor sentimental. Ahora, en medio de la pandemia y la crisis económica, tiene la oportunidad y el “privilegio” de hacerlo. Y lo hará. Él ya tiene siete tattoos en su cuerpo de los cuales uno, ubicado en su antebrazo derecho, que está viejo y mal hecho, quiere tapar con esta nueva media manga: el signo del zodíaco Libra y las iniciales de su hijo y su hija (ya fallecida, ella). Tiene una larga jornada programada de dos sesiones de varias horas y sabe que le queda otra más para otro día. No le importa, porque “el momento de hacerlo es hoy”.
A Melisa se la ve súper emocionada y muy ansiosa. Estaba esperando recuperarse de Covid-19 para poder tatuarse de una vez por todas. En estos más de 200 días de cuarentena se encontró varias veces a sí misma delante del espejo y cada vez la amargaba el hecho de seguir teniendo su primer tattoo realizado “sin pensar”, y sin significado alguno a sus cortos 17 años. Hoy, con 30, decide hacerse un ‘cover-up’ y que ese tribal con tres estrellas, totalmente desteñido, quede debajo -de forma casi imperceptible- de unas bellas flores, bien femeninas y delicadas. Está muy alegre y con la autoestima alta. “Esa mancha vieja ya no va” con ella.
Más allá del doble juego comercial y artístico-decorativo que involucra el boom del tattoo, la idea del metamensaje implícito en la mayoría de estas piezas permite incursionar en aspectos más psicológicos o filosóficos. “El relato que hay detrás de todo tatuaje es lo más rico que tiene esta práctica cultural, porque conlleva a una historia de vida marcada para siempre y no solo representa un pasado o un presente, sino también un futuro”, comenta a Perfil la Licenciada Felipa Mabel Caballero, docente de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE) y becaria doctoral del CONICET en el estudio y la interpretación de los “significados” (lo que se ve) y los “significantes” (el relato particular, las experiencias).
A punto de publicarse su libro, titulado precisamente “Hacerse tatuajes”, Caballero explica el “fenómeno antropo-semiótico” de esta práctica cultural tras haber realizado una investigación de cuatro años. En ellos analizó tatuajes hechos en contexto de cárcel y en libertad, tanto de mujeres como de hombres de las ciudades de Corrientes y Paraná. “Debíase de pensar si esta cuestión de género también está atravesada en la constitución de las figuras y de las formas que adquiere el tatuaje y, también, preguntarse si su función es significar en el cuerpo o tapar a la piel del cuerpo”, reflexiona.
Explica que la constitución histórica de lo que se denomina “femineidad” está asentada por “lo delicado”, lo “cuidado”, los “patrones” y valores familiares de “buena madre, esposa o hija”, que se refleja tanto en las formas que adquiere el tatuaje como en la ubicación corporal, es decir dónde está situado: por lo general, en la zona del pecho, la espalda baja o la cadera, lugares que, para la Caballero representan una “lógica de sumisión de la mujer no solo a un sistema que la oprime sino también a ese sistema más general del machismo” y que se refleja en esos sitios corporales.
Esta experta en Comunicación Social sostiene que el tatuaje es “un modo de rebelión” y que “el cuerpo no solo puede ser mirado sino, también, leído”, sin importar el género humano. Además, considera que los “procesos de circulación” lograron romper con los estigmas. “Primero eran las tribus indígenas que se tatuaban por pertenencia a cierto grupo, religión, ideología o comunidad. Luego pasó a pensarse el tatuaje del penal como símbolo de ‘criminalidad’, donde estaban diferenciados por grupos y ‘afinidad’ por robo, narcotráfico o muerte, entre otras figuras. Los marinos se tatuaban. En este momento de la posmodernidad, el tatuaje pasa a ser algo ‘estético’ que lo puede portar cualquier persona sin ser discriminada o mal vista como hasta hace pocas décadas”, sostiene.
*Integrante del Equipo de Investigación de Perfil Educación