La tempestad no duerme, se agita incansablemente en Próspero (mi personaje). Pareciera así, por jugar con el sonido de las palabras, que toda “prosperidad” necesita, por fuerza de esta ficción shakespeareana, anclar primero en algún ojo de tormenta para analizar su porvenir.
El nuestro (el de nuestro país) podemos decir que está signado por este análisis. Nuestras decisiones como pueblo, sociedad o país hoy se traslucen en el cristal mojado de la última obra escrita por el bardo inglés. Hoy está Próspero padeciendo su experiencia, al utilizar el poderío de sus artes en perjuicio de sus enemigos. Claro, busca vengarse de la traición cometida contra él y su hija hace 12 años. Fueron expulsados de Milán por una conspiración entre el rey de Nápoles, Sebastián, y su propio hermano Antonio. Doce años arrastrando venganza, esperando el momento. Y en su afán de venganza conoce ese delgado desequilibrio que aparece cuando la desmesura es la que nos guía. Próspero se desconoce cuando su genio del aire, Ariel, le dice: “Si fuera humano, sentiría piedad por ellos”; ellos son los castigados traidores. En su exceso nació su desmemoria. Esa desmemoria que es peor que el olvido. Porque en la desmemoria sabemos quiénes somos, pero preferimos no saber. Miramos para otro lado para seguir con la faena sanguinaria de devorarnos mutuamente, olvidándonos del futuro.
Próspero reconoce el futuro en su hija Miranda. Cambia “venganza” por “justicia” y, en nombre de la virtud, se inclina hacia la razón abandonando así la furia que lo guiaba. Corrige el futuro. Ronda sin embargo por la isla un tal Calibán, que es esclavizado por Próspero. Calibán intenta traicionar y matar a su amo Próspero, tomando nuevos amos. Esas elecciones guiadas por el rencor y la desesperación lo hacen tomar como amo a Stefano, un marinero borracho que había naufragado en la tempestad reciente. Gracias a las lógicas teatrales, esa nueva sociedad fracasa. Su ingenuidad sin límites conduce a Calibán a su propia trampa. Su rencor sin medida lo devuelve indefectiblemente a su pasado. Su condición de colonizado por una educación que no necesitaba –Miranda le enseñó el uso de las palabras– lo convierte en un eterno sometido porque, para cambiar, no elige liberarse sino someterse a otro amo. Siempre someterse. Otra vez la práctica de la desmemoria.
Sabemos, nos acordamos, nos duele aún el pasado reciente de nuestra historia, la dictadura, por ejemplo, y en lugar de haber aprendido, nos dejamos arrastrar por la venganza, por el voto castigo, por el odio al diferente, y constantemente elegimos pasar de un amo malo a otro peor. Pero siempre elegimos amos que nos salven de nosotros mismos. El FMI es un claro ejemplo. Desmemoriados, aceptamos que se pida ayuda a una entidad que, en nuestra historia reciente, ya nos hundió. Sabemos lo que va a pasar, pero no queremos verlo cuando nos guían el odio, la venganza y el rencor. Como Calibanes, abusamos de nuestra ingenuidad y la exponemos como virtud.
Por eso, siempre necesitamos quien nos salve. Hoy es el FMI. Y cuando eso pasa, aparecen los amos a decirnos qué hay que hacer. Próspero es ese amo al comienzo de la obra. Porque fuimos Prósperos en algún momento de nuestra historia y, en cuanto logramos tener poder real, abusamos de ese poder. Desmemoriados, nos creímos más de lo que somos y nos faltó mirarnos en los ojos de Ariel, ese espíritu del aire que hace recapacitar a Próspero: “Si tú, que no eres sino aire, tienes un atisbo, una sensación de su dolor, ¿no voy a conmoverme yo, que soy de su especie y tan susceptible a las pasiones como ellos?”. Próspero pone en duda su gobernabilidad. ¿Qué vamos a hacer para dejar un mundo mejor? ¿Claudicamos ya en esa idea? ¿Qué queremos para los que nos continúan? ¿Seremos capaces, como Próspero, de corregir el futuro? Nosotros, “tan susceptibles a las pasiones”, que negamos que ellas mismas nos han conducido al callejón sin salida de nuestra historia. Por eso nos desgastamos en discusiones de saliva agria hablando de la grieta, y en ensuciar, vanagloriar o dilapidar a los políticos, pero dejamos de hablar de las políticas. Porque sabemos, pero no queremos hablar de ellas. Nos desmemoriamos.
Y festejamos tener un Messi, porque alguna vez tuvimos un Maradona. Todos amos que agitan el espejismo en el que parecemos libres. Pero una vez que se pasa, vuelve esa tempestad que, como dije al comienzo, se agita incansablemente en nosotros. Valdrá verla nuevamente, para seguir pensándonos.
*Actor. Protagoniza La tempestad, de William Shakespeare, dirigida por Penny Cherns, en el Teatro San Marín (Av. Corrientes 1530), de miércoles a domingos a las 20.30.