¿Cómo resumir a Fidel Castro en cinco mil caracteres? ¿Cómo pensar su muerte a siete mil kilómetros de distancia de La Habana? Se podría empezar diciendo que se ha ido el último gran líder del siglo XX: el último protagonista vivo de la Guerra Fría. Que su fallecimiento amputa la historia de las izquierdas latinoamericanas: deja huérfanos políticos a lo largo y a lo ancho del continente, incluso del planeta. Que algunos lo llorarán como a un prócer y que otros –los menos– desearían bailar sobre su tumba. Que Cuba ya nunca será la misma; que ya nadie podrá decir: “Vayamos a Cuba antes de que muera Fidel”. Que la Revolución cubana se muere un poquito con él.
Pero digamos, para empezar, que Fidel Castro murió en su ley: sin previo aviso, acompañado por su círculo más íntimo y leal, en la ciudad capital que supo adoptarlo, a sus 90 años, en la noche de un 25 de noviembre. Como si él mismo hubiera elegido la fecha: también fue un 25 de noviembre, pero de 1956, cuando 82 jóvenes exiliados cubanos soltaron amarras en las costas de Veracruz, México, y partieron a bordo de un yate, el célebre Granma, hacia su isla natal para hacer la revolución. Comandaba Castro y lo secundaban el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, deidades del socialismo que, a diferencia de Fidel, tuvieron la dicha de morir jóvenes, impolutos, sin tiempo para errar.
La de ayer no fue, como tantas otras, una falsa alarma sobre la muerte de Fidel Castro. Durante años la prensa internacional especuló con que, cuando le llegara la hora a su líder, el gobierno cubano ocultaría la noticia. Esa convicción fue terreno fértil para que, por impericia o por malicia, el deceso de Castro fuera equivocadamente anunciado decenas de veces. Pero la de ayer fue una noticia bien real. Su hermano Raúl lo comunicó sin rodeos: “A las 10.29 horas de la noche falleció el comandante en jefe de la Revolución cubana, Fidel Castro Ruz”.
La retina social retendrá la imagen del último Castro: ese octogenario barbudo y achacado, fanático de las camperitas Adidas, locuaz y pensante, mordaz para escribir. Aunque en esencia quizás sea el mismo, varias capas históricas separan a ese líder totémico del joven, lampiño y excéntrico abogado Castro que, a sus 26 años, pronunció una frase con destino de lema generacional: “La historia me absolverá”.
Fue durante el juicio contra los ejecutores del frustrado ataque al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, en Santiago de Cuba. El relato oficial convertiría luego aquel episodio en el mito fundacional de la revolución consumada seis años más tarde contra la dictadura de Fulgencio Batista.
Ese pronunciamiento era indicio temprano de una obsesión que acompañaría toda la vida a Castro: la de trascender como sujeto del cambio histórico. Para bien o para mal, siempre pensó y actuó en función de la posteridad. Aun con sus vaivenes políticos e ideológicos. Aquel joven abogado, nacido en el seno de una familia acomodada de la provincia oriental de Holguín, militante del viejo Partido Ortodoxo, revolucionario pero nacionalista, tenía poco que ver con el socialismo. Castro asumiría las banderas rojas algunos años después, en el ejercicio del poder, al compás del enfrentamiento con su perfecto enemigo: los Estados Unidos. Esa historia es conocida: la rivalidad entre el “imperio” y el líder cubano llegó a hacer plausible el estallido de una guerra nuclear.
Como líder de Cuba, Castro sobrevivió a diez presidentes estadounidenses: Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo. No alcanzó a coexistir en el poder con Barack Obama: en 2006, acosado por problemas de salud nunca del todo aclarados, cedió el mando a Raúl, artífice del llamado “deshielo” entre La Habana y Washington. Ya alejado de la gestión cotidiana, Fidel sí llegó a presenciar la caída en desgracia de Obama y el desconcertante ascenso de Donald Trump, acaso el exponente más fiel del “capitalismo feroz” que Castro decía aborrecer.
Diez presidentes estadounidenses: fueron 47 años ininterrumpidos en el poder. Dictadura del proletariado, justifican algunos. Dictadura a secas, acusan otros. Récord mundial, acuerdan todos.
Vendrá ahora, implacable, el tiempo de los balances. En una mano: la represión a la disidencia, el exilio y los balseros, el recuerdo penoso del Período Especial, la cerrazón del régimen de partido único, los burócratas eternizados, la escasez de productos, el estancamiento productivo, la extrema modestia de las familias cubanas, el deseo inalcanzable de miles de jóvenes que quieren escapar de Cuba hacia lo desconocido.
En la otra: la vivienda asegurada para todos y cada uno de los niños cubanos, el ciento por ciento de alfabetización, la medicina ejemplar a nivel mundial, la universidad como el camino natural para la mayoría de los ciudadanos, el Estado como garante de los nutrientes que se necesitan para vivir saludable, la emoción agradecida de miles de ancianos que, antes de la Revolución, vivían humillados en una isla que funcionaba como prostíbulo del más rancio turismo estadounidense.
Y, sobre todo, la dignidad cubana: ese gran capital del pueblo al que perteneció Fidel.