Setenta y cinco años pasaron desde que (un 10 de diciembre de 1936) Eduardo VIII, rey de Gran Bretaña y emperador de la India, renunciara a su poder y su imperio para -según la versión oficial- casarse con Wallis Simpson, una plebeya norteamericana, dos veces divorciada, idolatrada por Hitler y amada por el canciller nazi, Joachim von Ribbentropp.
Aquel casamiento supondría un sacrilegio para la Corona, y la renuncia significó la peor crisis constitucional a la que se enfrentó el país en toda su historia. Aquel día, 75 años atrás, Eduardo VIII anunció por radio su abdicación, aparentemente por amor: "Es imposible cumplir mis deberes como rey sin la ayuda y el apodo de la mujer que amo". Hoy, de aquella hazaña romántica tan sólo sobrevive el mito.
Romántico, soñador, hermoso y elegante, Eduardo era el príncipe más amado del Imperio Británico, pero ocultaba un defecto: su amor por las mujeres "indecentes". Su madre le rogaba que sentara cabeza, y su padre, el rey Jorge V, vaticinaba: "Cuando yo muera, el chico lo echará a perder todo en doce meses". Dicho y hecho.
Al ascender soltero al trono, en enero de 1936, Eduardo manifestó su deseo de casarse con su última conquista, Wallis, con fama de libertina, aprovechada y desagradable. Sus dos maridos todavía estaban vivos, lo que representaba una vergüenza en la época. Finalmente, con la oposición de su familia, el gobierno, las colonias, los políticos y la iglesia, Eduardo VIII abdicó. La crisis política, el escándalo social y dinástico se zanjaron con la huida del país, a medianoche, y la coronación de su hermano, Jorge VI.
La romántica salida, sin embargo, parece ocultar otra razón más que comprobada. Caprichoso, obstinado en entrometerse en política, con inclinaciones dictatoriales y un fascismo declarado, los cortesanos, la familia real y los políticos ingleses supieron desde el principio que Eduardo VIII representaría un problema político y constitucional de magnitud.
Eduardo ya era un fanático de la ideología nazi, estaba convencido de que la Rusia soviética era una amenaza trágica para Europa y elogiaba abiertamente a la Italia de Mussolini. Ese, según varios historiadores, habría sido el verdadero motivo de abdicación tan precipitada. Inglaterra no podía tener un rey fascista.
Tras el casamiento, Eduardo y su flamante esposa aceptaron como regalo (de parte de un amigo francés simpatizante de Hitler) un tour por Alemania, que se convirtió en una verdadera campaña propagandística en apoyo del Tercer Reich. Eduardo, muy halagado por las recepciones multitudinarias que se sucedían, aprovechaba cualquier ocasión para hablar alemán -lo que hacía a la perfección-, y respondía feliz a las aclamaciones del pueblo con el saludo nazi.
Hitler los agasajó con pompa y amabilidad. Después de haberse despedido, acompañándola galantemente hasta el final de los escalones, Hitler dijo de Wallis: “La duquesa habría sido una perfecta reina. Una lástima que no lo haya logrado. Si por ese entonces el rey me hubiese pedido ayuda, yo le habría conservado el reino”. En aquel entonces, Wallis conoció a Von Ribbentrop, que llegó a enviarle diecisiete claveles rojos para recordar las diecisiete veces que se acostaron juntos.
De regreso en Londres, en plena Guerra Mundial y bajo la poderosa influencia de Wallis, Eduardo empezó a propagar que la guerra era un desastre y que Inglaterra debía buscar un acuerdo pacífico con Alemania. Detrás de ello, los nazis contemplaban seriamente la posibilidad de colocarlo como "rey-títere" de Hitler y dominar el Imperio británico. Era el plan perfecto.
Las cartas y telegramas oficiales que comprueban este plan, y una vasta serie de documentos diplomáticos que demuestran la simpatía del ex rey de Inglaterra por Hitler, se encuentran ocultos bajo mil llaves esperando ser develados algún día. Mientras tanto, entre la nube de sospechas e intrigas que se tejieron alrededor de los duques de Windsor, se seguirá contando su historia de amor, que duró 50 años.
Eduardo murió en París, en 1972, luego de 36 años de enemistad con la familia real. Nunca mostró signos de arrepentimiento por haber cambiado el Imperio por amor. Wallis envejeció y murió en su casa parisina, sola y olvidada por todos: en los últimos diez años de su vida solamente trató con una persona, un fiel asistente que la aisló del mundo. Murió en 1986 y con ella murió la historia más romántica del siglo XX.
(*) especial para Perfil.com