Hace ocho años, una encuesta entre 1.989 empleados británicos arrojó un dato sorprendente. Al consultarles cuántas horas de su jornada pasaban trabajando en forma productiva, la respuesta promedio fue dos horas y 53 minutos. El resto del tiempo -más de cinco horas- se iban en el chequeo de redes sociales, la lectura de noticias o la charla con amigos. A un nivel pre-consciente, podrían haber entendido algo sobre la naturaleza del trabajo, sugiere la revista Wired .
En la era de la eficiencia 24x7, algunas disciplinas avanzan sobre una teoría contra-intuitiva, pero que suma evidencias: trabajar menos y relajarse más cada día puede tornarse un activo tan valioso que, incluso, quizá guarde el secreto de la verdadera productividad.
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En su investigación sobre las vidas de quienes alcanzaron mayores logros en sus carreras, el profesor de la Universidad de Stanford Alex Pang descubrió que muchos de ellos no trabajaban más de cuatro horas diarias. Charles Darwin, por ejemplo, estudiaba tres horas a la mañana, dormía la siesta, daba un largo paseo, escribía cartas y retomaba su jornada durante un máximo de 90 minutos antes de la cena. Aun así -o quizá precisamente por eso- logró escribir El origen de las especies, una de las obras científicas más trascendentes de la historia.
“Estas personas tomaban largas vacaciones y tenían hobbies; sus vidas diarias eran mucho más relajadas que las nuestras”, insiste Pang. Un ritmo lánguido puede producir grandes resultados, porque el descanso nos permite proteger los recursos mentales, creando condiciones propicias para la reflexión y la creatividad. Sara Mednick, investigadora del sueño en la Universidad de California, agrega que las siestas mejoran la lucidez, ayudan a consolidar la información y a regular las emociones. Incluso la procrastinación moderada parece tener sus ventajas, como una forma de dar lugar a la demanda de más tiempo y espacio mental.
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Estas teorías tampoco suponen un permiso para colgarse en Netflix o en las redes indefinidamente. Aquellos genios que no se mataban trabajando, dedicaban el tiempo a otra clase de productividad: hacían deporte, tocaban instrumentos, pintaban o conversaban con amigos y colegas en busca de verdades profundas. Una suerte de “descanso regenerativo”, impulsado por actividades pensadas para estimular cuerpo y alma.
Aunque los tiempos hayan cambiado y la ética puritana siga gobernando la mayoría de los ambientes laborales, estas enseñanzas podrían funcionar para un mundo en transformación. Las ocho horas encerrados en boxes tabicados parecen formar parte de una dinámica perimida. Si la pandemia dejó alguna enseñanza, es que el trabajo puede hacerse de distintas maneras, sobre todo en la era en que somos guardianes de nuestra propia productividad.
AO JL