Cuenta una anécdota, relatada por un testigo, que en su última presidencia, Juan Domingo Perón reunió a los gobernadores en la quinta presidencial de Olivos. Los saludó a cada uno con su clásica formalidad militar hasta que le estrechó la mano a uno que le llamó la atención por su pelo largo poco común, patillas tupidas que abarcaban la mitad de la cara y la ropa fuera de todo protocolo. Giró la cabeza y le preguntó en voz baja a uno de sus colaboradores: “¿Quién es este payaso?”. Era Carlos Saúl Menem, el gobernador de La Rioja. Poco tiempo después, y sin duda gracias a su habilidad y carisma, fue el elegido por sus pares para despedir en el Congreso los restos mortales del líder justicialista.
El riojano supo construir su fenomenal carrera hacia el máximo poder del país siendo un dirigente antisistema y marginal de toda estructura. Sobrevivió siempre en las zonas periféricas de un peronismo cuya identidad y fuerza se definió casi siempre en los tres grandes grupos urbanos del país: Buenos Aires, Córdoba y Rosario. Menem fue líder de una provincia sin peso específico dentro del peronismo y, menos aún, en el movimiento obrero. Como si fuese una porrista de la política, tuvo que disfrazarse de Facundo Quiroga para llamar la atención y ser registrado en el variopinto escenario de su fuerza política.
El riojano supo construir su fenomenal carrera hacia el máximo poder del país siendo un dirigente antisistema y marginal de toda estructura
Por estas horas, después de su fallecimiento, se habló de él como de un estadista confundiéndose así las cualidades personales e intelectuales de un dirigente con las medidas adoptadas por él, aunque emanadas de distintos centros de poder. Fue una persona sencilla pero sensible, sin dotes culturales, pero con sentido común, de pocas palabras y evasivas, y sin los prejuicios propios del militante político de la clase media argentina que necesita encasillar conceptualmente el afuera para definir su identidad y convicción. Eso se llama inseguridad y lo que menos resultó ser Menem fue ser una persona insegura. Apostó siempre a ganador y le importó poco o nada el qué dirán, algo que desvela al kirchnerismo y que lo condiciona en cada decisión política que toma.
Disfrutó del poder, fue el primer dirigente político de esta etapa democrática en entender que jugar el juego mediático era clave para su ascenso. Los medios de comunicación creyeron descubrir en él a un personaje farandulesco, frívolo, sin mayor trascendencia. Sin embargo, Menem los usó con gran astucia e inteligencia para instalarse socialmente y hacerse del poder real, sentarse en la mesa de los líderes mundiales. El kirchnerismo reconoció esa realidad mediática pero, a diferencia del riojano que se alió y supo utilizarla, optó por poner a los medios en el centro del ring de los enemigos y transformarlos así, y por oposición, en un aliado estratégico para sostenerse en el poder. En esto son almas gemelas: ambos fueron y son mediáticos dependientes.
Durante sus más de diez años de gobierno, aquel Carlos Menem marginal y despreciado por la elite se transformó en un exitoso gerente del sistema tradicional. Fue un pragmático que cambió radicalmente a la Argentina, para bien o para mal, dejando fuertes influencias culturales que aún siguen vigentes. Adoptó y llevó a la práctica política la teoría desarrollada por el experto en política internacional Carlos Escudé, conocida como “realismo periférico”, que sostiene, en simples palabras: “si no puedes con el poderoso, únete a él que algún beneficio tendrás”. En el plano internacional, identificó bien a los dueños del nuevo mundo post Guerra Fría y se puso a su servicio; y a nivel local, luego de estar desorientado durante los primeros tiempos de su gestión, tomó y ejecutó la hoja de ruta que le estableció el establishment. Éxito asegurado. Todas las fichas jugadas a ganador.
Fue una persona sencilla pero sensible, sin dotes culturales, pero con sentido común, de pocas palabras y evasivas, y sin los prejuicios propios del militante político de la clase media argentina
Como la historia lo demuestra, cuando muere el fundador de un movimiento político que ejerció el poder, también se cierra la etapa histórica que impulsó, protagonizó y representó. A pesar de una evidente negación argentina sobre la muerte de ese peronismo histórico, lo cierto es que la desaparición de Perón implicó en los hechos el fin del peronismo como tal, el cierre definitivo de esas tres décadas fundantes, con características propias e irrepetibles, un espacio que ya venía languideciendo al haber quedado fuera del poder en 1955, al tiempo que el golpe final se lo fueron dando las continuas luchas internas que lo terminaron fagocitando. Y al final de esa etapa sobreviene, inexorablemente, el nacimiento de otra con características propias.
Con el retorno de la democracia en 1983, la llamada Renovación Peronista, de la que participó Menem, inició el único intento de reorganizar al peronismo como un partido más de protagonismo excluyente dentro de los márgenes constitucionales y republicanos, y sin perder su identidad histórica. Un mandato que, vale recordar, fue dejado por el propio Perón a su dirigencia a sabiendas de que era inminente su fin y que el movimiento político que había creado solo sobreviviría si se organizaba formalmente. Pero llegó Menem al poder para darle la estocada final a ese intento de peronismo democrático incipiente y residual. A su manera, fundó el neoperonismo, una suerte de continuidad formal y simbólica de la fuerza creada por Perón, pero ahora determinada por un pragmatismo sin límites ni ética, despojada de toda ideología, doctrina e identidad, con el amiguismo como fuente reclutadora de funcionarios, cuadros políticos y aplaudidores, una compulsiva costumbre de querer tapar voces disidentes y cooptar todos los espacios institucionales del país. Fraguó desde el poder la idea de que política es también hacer negocios y aprovechar privilegios.
Carlos Menem marginal y despreciado por la elite se transformó en un exitoso gerente del sistema tradicional
Este neoperonismo del pragmatismo que, finalmente, se encarnó en todos los liderazgos internos peronistas y algunos de otros partidos, se constituyó en una matriz cultural de su dirigencia gracias a la cual se ganaron elecciones permitiendo mantenerse en el poder durante casi 24 años de los últimos 31 desde que Menem asumió su primer gobierno. La agenda ideológica es una excusa funcional a la necesidad de la coyuntura que permite barrer por derecha y por izquierda a grupos periféricos seducidos por el poder, y construir alianzas electorales capaces de conquistarlo o retenerlo. De los reiterados elogios públicos de Néstor Kirchner a Carlos Menem cuando era presidente, a todas las votaciones clave que el riojano apoyó en los últimos 15 años y sin decir palabra, se dibuja una parábola temporal que describe una continuidad de lazos y favores mutuos, coberturas recíprocas en una inesperada reinvención posmoderna de “todos unidos triunfaremos”. En el medio, la suerte de una Argentina desorientada que perdió su rumbo.
*Periodista y escritor.