El debate sobre la importancia de los espacios emerge con fuerza en el contexto de emergencia sanitaria motivado por el covid-19. Pero lleva más de medio siglo de debate a nivel global y muestra concepciones en disputa respecto de sus usos deseables. Las agendas de actuación mundial se nutren de estos avances y marcan dos tendencias opuestas pero convergentes donde la Ciudad es arena de conflicto, segregación y/o resistencia. Por un lado, se evidencia una creciente arquitectura del control que es hostil al habitar ciudadano. Esto se plasma en la multiplicación de obstáculos que impiden el descanso de personas sin hogar o la reunión de grupos sociales. Las ciudades tienen cada vez más ejemplos de esta arquitectura, calificada por algunos como preventiva o “anti-homeless”, como la sustitución de los bancos alargados por asientos individuales o la instalación de hierros en diferentes formas. Esta arquitectura de control “marida” con preferencias privatizadoras y abona clasificaciones como “ciudadanos de primera” y otros “de segunda” que no merecen derecho a la Ciudad. Pero, por otro lado, emergen demandas comunitarias que se valen de la asociatividad y de una mejor circulación de información, producto del avance de las tecnologías 4.0, para visibilizar problemas y condiciones de vida social. Estos recursos de poder para exigir y/o reclamar dependen, en gran medida, de la capacidad de apropiarse de la infraestructura física. Pero en cualquier caso es el espacio urbano, sea público o privatizado, el soporte físico y cultural donde se despliegan, viven y resisten las acciones gubernamentales. Un claro ejemplo de esto aparece con la iniciativa popular que logró derogar la venta de tierras ribereñas de Costa Salguero, impulsada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. La Ciudad es escenario de transformación y el reconocimiento pertenece realmente a quien está en la arena; al que hace, acierta y se equivoca pero que realmente se empeña en lograr su cometido.
Hoy la pandemia confronta como nunca antes a las sociedades con la necesidad de vincular el territorio a la salud y a las condiciones de vida y hacinamiento. La emergencia sanitaria deja en evidencia que para lavarse las manos es necesario tener acceso a redes públicas de agua. Para educarse es imperioso contar con redes de conectividad. Los espacios abiertos y verdes cobran centralidad, frente a la imposibilidad de reunión social puertas adentro, desplazando a la vivienda como locus natural. Esta conquista del espacio se revela por fuera de la sobre-determinación social, política. Al contrario, diferentes representaciones conviven en un mismo espacio y sin quererlo benefician las reglas del bienestar común y la calidad de los intercambios. Algo que en forma sostenida sedimenta en la comunidad y favorece la participación e interpelación cívica.
Estos impulsos refuerzan nuevas condiciones para el uso del espacio donde crecen las situaciones no planeadas que propician el encuentro entre personas. Algo que el sociólogo estadounidense Richard Sennett, en el libro Diseñar el desorden, denomina “infraestructura de la improvisación”, para referir al uso deliberado del capital espacial. Un concepto que sustancia con el funcionamiento de las cooperativas de vecinos/as de energía solar de Londres, que deciden entre ellos cómo utilizar esa energía y cómo pensar los derechos sociales. La infraestructura permite que se den relaciones sociales posteriores y nuevas reglas sociales consensuadas. Puesto que no hay libertad sin saber cuáles son las formas posibles de construir una comunidad. Construir ciudades (un mundo) libres depende de las posibilidades de los espacios y de la calidad de sus interacciones, donde quienes proponen sean generadores de conocimiento. La persona que crea la alternativa al final tiene que estar ausente. Para no privilegiar o prefijar una solución sobre las demás.
*Doctora en Educación e investigadora del Conicet.