Hace más de siete décadas, Ray Bradbury alzó su voz en Fahrenheit 451 para advertirnos de un mundo en el que los libros ardían, las voces eran silenciadas y la memoria, exterminada. Hoy los libros se consumen en la indiferencia, en la velocidad con que circula la información, en los algoritmos que deciden qué líneas leer, qué opiniones escuchar, qué mundos contemplar. La lectura, acto de pausa y profundidad, se convierte en resistencia.
Leer es hoy casi un acto político frente al ruido que nos rodea. La automatización, la polarización, la desconfianza, y las decisiones institucionales que ponen en jaque la palabra humana son una suerte de incendio silencioso.
Bradbury imaginó bomberos que no apagan incendios, los provocan. En su metáfora, el poder manipula el pasado para legitimar el presente - como cuando Beatty invoca falsamente a Benjamin Franklin, creador del cuerpo de bomberos, para justificar la quema -. Es la manipulación del sentido común o control de la memoria colectiva mediante la distorsión de los símbolos que nos constituyen.
La distopía en que vivimos en 2025, casi 2026, es menos pintoresca e igual de perversa: el fuego se disfraza de indiferencia, de consumo veloz, de borradura de lo que no capta la atención en menos de diez segundos. La narrativa del mundo se maquilla para complacer.
En la versión cinematográfica de Fahrenheit 451, Beatty dice un epitafio: “Después de que muera la última generación, morirán tus palabras”. Palabras que corren el riesgo de extinguirse. Antes, por prohibición estatal. Hoy, por obsolescencia cultural, por reducción de lo complejamente humano al meme digital y a lo inmediato. La cancelación no siempre viene de un poder visible; a veces nace del desinterés, del olvido como política implícita.
El periodismo y la literatura, refugios del humanismo, están en la mira. Los medios luchan contra la automatización, contra la saturación de contenidos, contra los incentivos perversos de la economía de la atención. La nueva lógica que celebra lo viral y elude lo reflexivo, erosiona la posibilidad de construir un relato común. Pareciera más difícil que la antigua lucha contra los censores: la Argentina de dictaduras y proscripciones reaparece con nuevas herramientas. No con tanques ni listas negras, sino con clics, métricas y silencios digitales que definen qué merece ser visto y qué no.
Escasez de libros en los hogares argentinos: el 68% de los niños no tiene acceso a la lectura
La observación crítica de las llamas se aviva con actos concretos: Argentina tuvo el año pasado su primera Semana de la Inteligencia Artificial, con más de 24 países invitados para dialogar sobre la ética en la IA, sus alcances, su gobernanza. El hecho de discutir ética tecnológica en un contexto de crisis económica y social es una señal de madurez cívica: muestra que el debate sobre el futuro no puede escindirse del presente.
Al mismo tiempo, el Gobierno apuesta por un desarrollo de la IA “sin regulaciones”. Hay también un proyecto de ley para establecer un marco legal que regule el uso responsable de la IA: no sólo en lo técnico, sino desde lo ético, penal y civil. El dilema no es menor: cómo promover innovación sin sacrificar derechos, cómo integrar la inteligencia de las máquinas sin renunciar a la inteligencia del alma.
¿Seremos los bomberos de nuestra propia palabra o los incendiarios pasivos de un mundo sin memoria?"
En los medios de provincias, aún resistentes al cambio, surgen ejemplos esperanzadores: usan la IA para recuperar archivos históricos, para generar contenidos interactivos, sin perder la mirada humana ni la ética. Donde los recursos escasean, florece una creatividad que equilibra tecnología y sensibilidad.
Mientras tanto, datos que preocupan: según el informe Digital News Report del Instituto Reuters y Oxford, sólo el 11 % de los argentinos paga por noticias online; existe baja confianza en los medios. Sólo un 42% dice estar muy o extremadamente interesado en la noticia. La desinformación, amplificada por redes y bots, encuentra terreno fértil en ese desinterés. Cuando la ciudadanía se retira del espacio informativo, el vacío lo llenan las máquinas y los rumores.
La marea mediática local, marcada por recortes presupuestarios, aguda polarización (pareciera no tener límites) y ataques desde distintos sectores, se ve obligada a navegar en un mar oscuro para la memoria y el ejercicio comparativo. Platón podía advertir que en la caverna muchos confunden sombras con realidad.
Hoy, en la cúspide tecnológica, los algoritmos proyectan sombras más seductoras que el fuego visible de Bradbury.
Son sombras que confunden brillo con verdad, rapidez con profundidad, opinión con conocimiento. En la caverna digital, la pantalla reemplaza la luz del sol y la reflexión sucumbe al like. Hay una tendencia pronunciada a rehuir lo complejo, está en riesgo la capacidad de sorprender con un mensaje entre líneas (véanse si no las letras de los cinco músicos más escuchados). La cursilería o una frase poco política pueden convivir en la linealidad, en la ausencia de un contenido para deducir. Pura sensorialidad.
En el centro del incendio invisible que arrasa memorias, voces y futuros posibles, la elección es entre lo digital y lo analógico. ¿Cómo usar la tecnología sin ser usados por ella? Cuando se debate si regular o no la IA, si proteger el derecho a la información o dejar que la ley del mercado y la viralidad tecnológica determine quién habla, ¿seremos los bomberos de nuestra propia palabra o los incendiarios pasivos de un mundo sin memoria? Porque si permitimos que la indiferencia y los bots construyan el relato, estaremos intercambiando nuestra humanidad por una ilusión luminosa, pero vacía.
Que el fuego no destruya sino ilumine lo que aún podemos salvar: la dignidad de pensar, de sentir y de decir. Esa es la revolución urgente.