OPINIóN
Dilema

Elegir no elegir

La libertad se ejecuta en la posibilidad de elegir entre bienes. Sin embargo, rodeados por miles de textos, canciones, películas o formatos a sólo un click de distancia, cada elección es una carga abrumadora, que sólo podrían aliviar los algoritmos que lo hacen por nosotros. A menos que conservemos la libertad de decidir.

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Persona eligiendo un traje entre otros. | shutterstock

En un capitalismo orientado por el consumo antes que por la producción, el ejercicio de la libertad se verifica en la posibilidad de elegir. Así lo expresa Milton Friedman en su libro titulado Free to choose, que se tradujo al castellano como Libertad de elegir.

¿Qué es elegir? Friedman no establece ninguna definición, pero a partir de la lectura de sus textos puede entenderse que la acción de elegir supone una selección orientada por gustos y preferencias personales y articulada sobre el resultado de un cálculo racional que pondera costos y beneficios.

¿Qué es lo que se elige? Mercancías, por supuesto. Aunque para ser precisos, debemos señalar que la posibilidad de elegir se pone en juego entre mercancías diferentes. Si la mercancía fuese una sola, dicha posibilidad no existiría. 

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¿Y qué es una mercancía? Una cosa que puede convertirse en objeto de intercambio. Se trata de una definición demasiado amplia, y justamente en esa amplitud reside su potencia: a lo largo del siglo XX esta noción, inicialmente aplicada a bienes de consumo, logró ampliarse hasta incorporar bienes simbólicos, afectos, relaciones laborales, vínculos interpersonales, etc. “Mercancía” se ha vuelto el nombre de una lógica omniabarcativa. 

Elegir no elegir

Si el ejercicio de la libertad se verifica en la posibilidad de elegir entre mercancías diferentes, la extensión de la cantidad de ofertas se convierte en condición de posibilidad de esa libertad y también en su motor: cuanto más amplio sea el abanico de mercancías ofrecidas, mayor será el grado de libertad general. 

A simple vista, todo queda dentro del marco de una retroalimentación virtuosa. Pero la actualidad de este capitalismo orientado por el consumo nos asoma a una situación bastante más compleja, pues pareciera ser que el aumento exponencial de la cantidad de opciones va reduciendo nuestra capacidad de elección hasta casi anularla por completo.

En efecto, si la elección tiene que ver con un cálculo de costos y beneficios que, atendiendo al criterio del mayor rédito posible, debe definir cuál es la mejor opción entre todas, ¿cómo elegir cuando las posibilidades se vuelven virtualmente infinitas? 

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Para comprender mejor los elementos involucrados en esta problemática, intentemos la siguiente comparación entre una situación de la vida cotidiana cuya dinámica se ha visto profundamente modificada durante los últimos años. 

Si a fines de la década de 1990 necesitábamos transitar una noche de insomnio leyendo un libro o viendo una película, podíamos ponderar con relativa facilidad la parte de la oferta disponible que dejábamos de lado al elegir: los libros no leídos, las películas no vistas. Si nuestras preferencias se inclinaban por un libro, nos dirigíamos a nuestra biblioteca hogareña y elegíamos aquél que supusiéramos más adecuado a nuestro ánimo. Los otros libros no se esfumaban, no se bloqueaban, no se perdían; permanecían allí, en los estantes, esperando por nuestra atención.

Si, en cambio, nuestras preferencias se inclinaban por una película, podíamos recurrir a nuestra colección de DVDs, o bien –si el insomnio amenazaba con prolongarse– podíamos dirigirnos a la tienda de alquiler de videos, donde la oferta sería mucho más cuantiosa, pero todavía registrable por nuestras capacidades de abstracción y representación. En cualquiera de estas situaciones, reteníamos cierta conciencia de lo que dejábamos sin leer o sin ver, manteníamos cierto padrón de lo que podríamos disfrutar en alguna ocasión futura. Y así podíamos definir nuestra mejor opción dentro de un abanico de dimensiones manejables. 

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Ahora bien, trasladada a nuestro presente, esa misma situación muestra características muy diferentes. Pues en el momento en el que nos convertimos en abonados de plataformas como Amazon o Netflix, la lista de libros o de películas que quedan a nuestra disposición pasa a ser virtualmente infinita. Cuando, en este contexto, nos dejamos orientar por el mandato que obliga a buscar el mayor rédito posible, podemos estar seguros de que nuestra elección nunca será óptima. 

Cuando la insatisfacción no es un resultado aceptable, ver una película que no alcanza a colmarnos supone un error imperdonable. Cuando existen a nuestro alcance miles de textos, canciones, películas o videojuegos –todos a sólo un click de distancia–, es seguro que alguno de ellos podría habernos brindado más conocimiento, emoción o placer que el que hemos elegido.

En este punto, más que una expresión de libertad, la elección parece haberse convertido en una carga abrumadora. Quedamos sometidos auna suerte de tiranía de la elección que nos obliga a llevar a cabo una acción cuyas chances de fracaso son exponencialmente mayores a sus oportunidades de éxito. 

Es allí donde aparece la maravillosa y al mismo tiempo inquietante fuerza de los motores de búsqueda de las plataformas, que se presentan haciendo gala de su impresionante poder de filtrado: seleccionan, ordenan y eligen por nosotros lo que es más probable que nos satisfaga. 

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Los algoritmos de las plataformas balizan las posibilidades de nuestra experiencia convirtiéndose en una guía capaz de tomarnos de la mano y conducirnos con paso firme por el camino que va desde nuestro deseo hasta nuestra satisfacción. Por eso anhelamos fervorosamente que los algoritmos lleven una contabilidad de nuestras preferencias pasadas para que sobre esa base puedan asistirnos en la determinación de nuestras preferencias futuras. 

Debido a que la cantidad de opciones a nuestra disposición supera exponencialmente nuestras capacidades de elección reflexiva, quedamos condenados a delegar nuestras decisiones en procesos externos. Dentro de este horizonte que comienza a mostrar sus rasgos paradojales, la posibilidad de elegir no elegir se nos presenta en lo inmediato como una delegación liberadora. Pero poco cuesta comprender que en el mediano plazo esa delegación conduce a un suicidio de la libertad.

Esta libertad suicida que se concreta al delegar la responsabilidad de la elección viene a complementar la contradicción libertaria que fuera señalada por Martín Kohan en una columna publicada en este medio titulada “La libertad en peligro”.Allí donde no hay otra alternativa que la libertad, señala Kohan refiriéndose a los dichos del presidente Javier Milei, no hay posibilidad de elegir. Pero allí donde no hay posibilidad de elegir, no hay libertad auténtica, sino todo lo contrario: inducción, imposición, obligatoriedad y determinismo. 

Podemos agregar ahora: allí donde el abanico de opciones supera nuestras capacidades de cálculo y comprensión, allí donde las alternativas son demasiadas y escapan a nuestro manejo, tampoco hay elección posible. 

Podrá señalarse que quien elige dejarse orientar completamente por los algoritmos de las plataformas –quien elige no elegir–, aún está eligiendo. A eso cabrá responder con una mirada de conmiseración, como la que se le dedica a la rana que alegre croa dentro de la cacerola sobre la hornalla, mientras el agua va aumentando su temperatura hasta el hervor final. Una libertad que elige no elegir es una libertad que muere libremente. 

Resultará significativo, por lo tanto, buscar alternativas que nos permitan acceder a una figuración de la libertad que contenga mayor potencia y mayor vivacidad. 

Aunque más no sea por un momento y a título de experimento mental, hagamos a un lado a Friedman y su Free to choose. Quizás así podamos pensar en una libertad que va más allá de la elección entre opciones que ya estaban allí antes de que nos fijáramos en ellas. Quizás así podamos entrever que el ejercicio de la libertad se juega de un modo más profundo y exigente allí donde el cálculo de beneficios es complemento de compromisos éticos, allí donde no se trata de elegir, sino de decidir.

*Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Investigador del Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo UNTreF.