“Estamos en una selva de disputas donde la verdad ha sido dejada de lado porque la Justicia no importa y porque los hechos no interesan”. Hace varios meses, el filósofo Santiago Kovadloff realizaba una precisa radiografía del discurso público en nuestro país, en la cual también alertaba sobre los riesgos de la libertad de expresión por parte de un Gobierno que “impone su fuerza no por convicción sino por la sumisión de quienes la reciben”. En momentos de altísimos índices de propagación de contenidos desinformativos, el testimonio de Kovadloff es revelador e indispensable para afirmar que la verdad ha sido abandonada en sí misma y retomada desde la perspectiva que cada individuo tiene sobre los hechos.
En esa coyuntura también cayó el medio del Siglo XX por antonomasia. La televisión volvió a evidenciar que la desinformación no es producto únicamente de charlas de WhatsApp o cuentas tuiteras de dudosa procedencia sino que también son los propios periodistas quienes le han dado un gran espacio en sus programas para que estos contenidos se proliferen y lleguen a los hogares de todos los argentinos. Desde el abordaje de temáticas con una liviandad inusitada, algo que no es solo de estos días sino que viene de larga data, hasta la irresponsabilidad y poco profesionalismo con el cual se abordan algunos temas de interés público, el periodismo le ha abierto sus puertas a la desinformación, lo cual se ve acrecentado por la dificultad de encontrar información de calidad entre tanta oferta informativa que circula en el ecosistema mediático actual. Ya lo decía el periodista vasco Iñaki Gabilondo, “vivimos en una época de inundación informativa pero cuando hay inundaciones es más difícil encontrar agua potable”. Menuda ironía.
Por estos días tomó mucha repercusión una entrevista realizada por la periodista Viviana Canosa, en la que un invitado ponía en tela de juicio las vacunas como estrategia indispensable para combatir el Covid19. Cabe señalar que Argentina viene llevando a cabo un proceso realmente lento, lo cual se complejiza aún mas por la llegada de esta segunda ola que ya es una triste realidad. En estos tiempos es alarmante la falta de empatía de ciertos periodistas para con aquellas personas que fueron vacunadas o están por serlo, generando mucho temor y angustia y, de este modo, perjudicando el esfuerzo de la comunidad médica a la hora de convencer a aquellos más escépticos de la vacunación. Definitivamente el daño a la salud pública es de los más difíciles de enderezar y se necesita un compromiso de todos los periodistas para trabajar por un periodismo sano y serio que informe más de lo que entretenga, en donde el rating no sea el único horizonte al que apuntar a la hora de la producción de los contenidos y productos informativos.
En ese sentido, también ha llamado poderosamente la atención la actitud de la Defensoría del Público con respecto a evaluar sanciones a los periodistas cuyos discursos promueven “el pánico social, la alarma y la desinformación”. Indudablemente que las fake news y la desinformación son los grandes problemas que ha traído consigo el coronavirus a nuestras vidas, en materia comunicativa, pero resulta un tanto extraño que un organismo de Gobierno sea quien lleve a cabo esto, no solo por la discrecionalidad con la que aplicarían la presunta norma sino también porque dicha tarea no estaría debajo de la órbita de las funciones del controvertido Observatorio Nodio. Porque, apelando a la sinceridad del lector ¿qué legitimidad tienen de expedirse y sancionar a periodistas opositores si realizan la vista gorda con los periodistas oficialistas que también desinforman ‘a gusto y piacere’? ¿Dónde queda entonces ese derecho constitucional establecido en el articulo 14 con relación a la publicación de ideas sin censura previa si tenemos un organismo del Estado que nos persigue y castiga por nuestros dichos? Tal vez esta estrategia vaya en sintonía con el reciente tuit del actual interventor del Yacimiento Carbonífero de Rio Turbio que invitaba a sancionar a los periodistas que mienten. De ser así ¿Hacia dónde se dirige la libertad de expresión si se aplica esa polémica medida? Y más profundo aún ¿Quién y porqué se arroga la potestad de decir que tal o cual contenido es falaz? Demasiados interrogantes desnudan más incertidumbres que certezas y pueden dejar más deteriorada a la libertad de expresión de lo que ya está.
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Indudablemente que la única manera de combatir tanta marea desinformativa radica en la audacia de los consumidores, priorizando el sentido común, ese que el filósofo Voltaire definió como el menos común de los sentidos, a la hora de seleccionar qué programas consumir. Todo esto, también se vería favorecido con la actitud gubernamental de focalizar sus esfuerzos, no en la persecución de periodistas sino en brindar una comunicación más eficaz que no deje tantas dudas en materia comunicacional. En momentos de tanta incertidumbre como la actual, son varios los organismos internacionales que recomiendan la importancia del consumo de las fuentes oficiales (siempre y cuando éstas ayuden a la convivencia social y pacífica). Y, por su parte, el periodismo debe tener la tranquilidad del pleno ejercicio profesional con total libertad sin recibir apercibimiento alguno por ello. Sin embargo, atento a la coyuntura actual, es necesario que los periodistas sean respetuosos e intelectualmente honestos para con aquellos ciudadanos que conforman sus audiencias y, asimismo, sean conscientes de los daños que pueden llegar a ocasionar por sus dichos.