OPINIóN
Por costumbre

Si la democracia tiene acento extranjero seguimos pensando como colonia

Cuando se ejerce el poder, “el control no está solo en la censura del contenido, sino en la administración de quién tiene el derecho a decirlo” sostiene el autor y analiza porqué, en el narcoescándalo de Espert se desoyó a los políticos de izquierda cuando habían ya denunciado lo que luego EE.UU confirmaría.

Nicolás del Caño, Espert y Myriam Bregman 20251008
Nicolás del Caño, Espert y Myriam Bregman. | Collage

Es notable el hecho de cómo la izquierda —Nico del Caño, Myriam Bregman, Christian “Chipi” Castillo— viene denunciando desde hace años los vínculos narcos de José Luis Espert, su relación con Fred Machado y esos vuelos en avión privado que parecían un emblema más del privilegio que predica La Libertad Avanza.

Lo dijeron en debates públicos, en comisiones, en entrevistas. Nadie los escuchó. Y conociendo un poco a Bregman —no personalmente, pero sí como política y abogada— uno sabe que no lanza una acusación sin sustento. Pero el silencio fue absoluto: institucional, mediático, social. La denuncia existía, pero no encontraba oído.

Hasta que lo dicen los yanquis. Entonces, de golpe, el caso avanza. Espert llora y renuncia. Y lo más grotesco no es solo el desenlace, sino la operación simbólica que hay detrás: la sustitución del sujeto que enuncia. No dicen “esto lo denunció la izquierda hace años”. Dicen, con total naturalidad, “esto es una operación del kirchnerismo”.

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Ahí se revela el mecanismo: el sistema admite el dato, pero expulsa al denunciante original. Acepta la verdad, pero reemplaza al sujeto que la dijo. Esa es la arquitectura más íntima del poder contemporáneo: el control no está solo en la censura del contenido, sino en la administración de quién tiene el derecho a decirlo.

Espert llora y renuncia. Y lo más grotesco no es solo el desenlace, sino la operación simbólica que hay detrás; no dicen 'esto lo denunció la izquierda hace años' sino 'esto es una operación del kirchnerismo'"

El poder no solo decide qué hechos existen, sino qué voces merecen existencia. Y esa jerarquía, lejos de ser un accidente, responde a lo que podríamos llamar la estructura colonial de nuestra credibilidad: una lógica que asigna autoridad al centro y sospecha a la periferia, que legitima el discurso cuando llega traducido desde el Norte y lo desacredita cuando brota desde el margen.

La batalla no es por la verdad, sino por el reconocimiento de quién puede producirla"

La verdad, en este esquema, no se mide por su correspondencia con la realidad, sino por la distancia geopolítica de quien la pronuncia. Una fiscalía estadounidense dice lo mismo que Bregman, pero la diferencia no está en el contenido: está en la geografía simbólica de la escucha. La credibilidad, en América Latina, sigue siendo una mercancía de importación.

No solo se filtra lo que se dice, se filtra lo que puede ser creído. La ideología no produce solo discursos, produce oídos. Moldea los hábitos de escucha"

Lo verdaderamente inquietante es que esta colonialidad del oído no se impone por coerción, sino por costumbre. No hace falta censura. El control está distribuido, capilarizado, naturalizado. Los medios, las instituciones y el público han aprendido —sin necesidad de órdenes— a distinguir entre el “dato” y el “relato” según la dirección de donde proviene la voz. Así, la verdad sobrevive, pero su genealogía es amputada.

Se conserva el hecho, pero se mata su procedencia. Noam Chomsky habló de filtros: propiedad, publicidad, fuentes, flak, ideología. Pero lo que vemos hoy es su dimensión más profunda: no solo se filtra lo que se dice, se filtra lo que puede ser creído. La ideología no produce solo discursos, produce oídos. Moldea los hábitos de escucha, define qué suena racional y qué suena “militante”, qué merece análisis y qué se descarta como exceso emocional.

El sueño del algoritmo soberano

Por eso el sesgo no se corrige con datos, sino con una pedagogía nueva del oído. Cuando alguien escucha a Del Caño y piensa “eso es ideología”, pero escucha a un fiscal yanqui y piensa “eso es información”, el problema no está en la evidencia, sino en el régimen de audibilidad que jerarquiza unas voces sobre otras. No hay neutralidad en la escucha: la credibilidad también tiene fronteras.

Esa es la estructura colonial que aún persiste en nuestras democracias: creemos que somos libres para opinar, pero seguimos siendo colonizados en nuestra forma de escuchar. Las voces del margen pueden tener razón, pero no tienen frecuencia. No entran en el dial de lo creíble.

Y lo que parece un episodio de corrupción termina revelando algo más profundo: la política ya no se juega solo en el poder de decir, sino en el poder de ser oído. La batalla no es por la verdad, sino por el reconocimiento de quién puede producirla.

Por eso la pregunta no es solo por la culpa de un político, sino por la topografía moral de nuestra escucha colectiva. ¿Quién tiene derecho a sonar verdadero? ¿Quién decide el tono de lo creíble? ¿Cuándo una voz pasa de ruido a palabra? Mientras la credibilidad siga dependiendo de una aduana mediática o de un sello extranjero, seguiremos siendo una sociedad que necesita aprobación del centro para creer en su propia periferia. Y mientras sigamos creyendo que la verdad viene con subtítulos en inglés, esta democracia será apenas una réplica obediente del orden que la condiciona.

Así que sí, que avance lo que tenga que avanzar. Pero no nos engañemos: una sociedad que celebra la verdad solo cuando llega con pasaporte estadounidense no está despertando. Está reafirmando su dependencia. Y una democracia que no confía en su propia voz, que necesita que el Norte confirme lo que el Sur ya sabe, es una democracia que todavía habla con acento ajeno.