OPINIóN

De pólvora, chocolates y noticias falsas

No es novedad contar que la expresión cuento chino suele utilizarse para calificar a aquello que suena a mentira y que muy a mano suele quedarnos esa suerte de lugar común decidor, para el cual casi todo fue inventado por los chinos.

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Escribir | Free-Photos / Pixabay

No es novedad contar que la expresión cuento chino suele utilizarse para calificar a aquello que suena a mentira y que muy a mano suele quedarnos esa suerte de lugar común decidor, para el cual casi todo fue inventado por los chinos. Sin embargo, ellos sí inventaron la pólvora, y no fue cuento, pues, en tiempos del Tao, la investigación y hallazgo del polvo negro que explota obedecieron a una legendaria obsesión, la búsqueda de la inmortalidad. Y más cerca, el chocolate que nos llega del antiguo México en colonial costumbre se transformó cuando desde un tazón humeante era ofrecido al mensajero de las buenas nuevas.

Más allá de las variaciones diatópicas que registra el universo de nuestra lengua, en general nos entendemos aquí y acullá cuando decimos o escribimos aquello de descubrir el agua tibia, inventar la pólvora o chocolate por la noticia, para significar que lo afirmado es más viejo que andar a pie.

 

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Años 2001 y 2003

William Randolph Hearst quizá haya sido el creador de lo mediático como imperio en sí y el inventor del amarillismo contemporáneo, en el que se combina la sensación del título periodístico extraordinario, falso o verdadero, casi siempre con algo de una y otra categoría, con una considerable dosis de sensiblería “humana”.

Su nombre, que ni fue Kane, claro está, viene a cuento aquí porque cuando el siglo XIX se convertía en el XX convenció al presidente William McKinley de iniciar la guerra en Cuba, contra España. La notable novela “Imperio” (1987), de Gore Vidal (1925-2012), cuenta cómo también alentó al sucesor de McKinley, Teddy Roosevelt, a proseguir por un año más, hasta 1902, la ocupación de Filipinas.

El proyecto imperialista de Estados Unidos alumbraba y Hearst había utilizado un solo argumento: señores presidentes ustedes pongan el Estado y los ejércitos, que mis diarios crean la guerra, y no pregunten cómo.

 

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Entre fines de 2001 y principios de 2002, libros como “The Dreaming War” (2002), del ya citado Gore Vidal, y Bush & Ben Laden S.A. (2001), de mi autoría, entre otros, daban cuenta de que los episodios del famoso 11-9 había sido previstos por la Administración de George W. Bush. Poco tiempo después, las conclusiones de una investigación del propio Senado de Estados Unidos así lo admitían.

Hace dos años, la emisora alemana Deutsche Welle recordaba: “en abril de 2003, soldados estadounidenses derribaron la estatua de Saddam Hussein en Bagdad. Hoy es innegable que la Guerra de Irak se basó en mentiras, mató a cientos de miles y dejó al Medio Oriente sumido en el caos”. Así mismo lo explicaba otro libro, “La invasión a Irak” (2003), también de mi autoría y con la periodista y escritora Stella Calloni.

Ambos hechos se basaron en noticias falsas diseñadas y operadas desde los servicios de inteligencia, en Washington, y aceptadas por la comunidad mediática internacional, la que no dudó en repetir la infointoxicación como cantos de loros y cotorras. En muchos casos son los mismos medios que en la actualidad se rasgan las vestiduras ante las denominadas fake news.

 

¿Y por qué no Año 1?

Primero los apósteles, luego los monasterios y sus bibliotecas, después el invento de Johannes Gutenberg, y por fin la radio, el cine, las prácticas audiovisuales en su conjunto y los algoritmos. Entre unos y otros y hasta nuestros días, los sentidos comunes hegemónicos, las ideas sobre el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, sobre lo prohibido y lo socialmente aceptado, siguen emanando, en última instancia, de un mandato de pensamiento mágico y sólo aceptable desde la fe, aquél que alumbró de un misteriosa santísima trinidad, la que si alguien hoy proclamase como novedad, llamándose mecías, no sólo le caería la condena como propalador de fake news, sino que seguramente sería recogido de la vía pública por un suerte de operativo conjunto médico policial.

 

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Entonces

Quizás sea útil ensayar algunas ideas, expuestas como interpretaciones y por ello sometidas al debate, sobre todo si de desmitificar conceptos se trata, más allá de las modas; porque si hay una noticia vieja y falsa en tanto novedosa esa parece ser la que nos habla de fake news.

No quiere decir que no existan. Como vimos, y con intención de ejemplos, forman parte del complejo plexo de producciones y reproducciones simbólicas, propias, sustancias casi, de los escenarios de disputa ideológica en torno al poder económico, político y cultural.

Hace ya unos cuantos años, en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, desde la publicación del libro “Sigilo y nocturnidad en las prácticas periodísticas hegemónicas” (2009), un grupo periodistas y académicos venimos trabajando sobre el modelo teórico metodológico Intencionalidad Editorial, aplicable a la producción y al análisis de los contenidos mediáticos en general y periodísticos en particular.

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Y respecto de esos contenidos, que son procesos surgidos de estructuras materiales determinadas –económicas, financieras y tecnológicas–, consideramos lo siguiente:

Que forman parte del género propaganda; que el periodismo es “propaganda” objetiva en tanto requiere de fuentes constatables, al contrario de la publicidad, que afirma y niega en estado de impunidad discursiva absoluta.

Que el mismo es parcial porque no hay producción periodística que no tome partido, que no se involucre, lo admita o lo niegue.

Que esa carga de parcialidad se ejerce desde las agenda seleccionadas, las voces que las narran, y las gramáticas, textuales, audiovisuales y multimediáticas, con las cuales todas las narraciones ganan existencia.

Que los principios de verdad, de “objetividad” en el sentido tradicional, refieren siempre a determinados paradigmas históricamente vigentes.

Que el plexo comunicacional en su totalidad, aunque refiera a tópicos como deportes, modas o meteorología – qué decir de cuestiones como salud, sociedad y pandemias –, siempre disputa poder y tiene como finalidad disciplinar las conductas y las percepciones del conjunto de la sociedad en orden a los intereses y las percepciones de los grupos dominantes.

 

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Cuando la prensa y la comunicación de clase es eficaz, es decir convierte sus sentidos en sentidos comunes, los contenidos son aceptados casi como fenómenos naturales, pero cuando esa eficacia se quiebra, por acción política de los actores tangibles de la disputa por el poder, casi siempre por la irrupción de los dominados, entonces surge en forma descarnada que no todo lo que parece es ni que todo lo es parece: allí anida desde siempre el huevo de la serpiente de la falsedad como método desnudo.

Y sí, entonces, en vez de creer que descubrimos el agua tibia o inventamos la pólvora, y esperar un taza de chocolate caliente por haber avistado como gran novedad esa noticia vieja convertida en teoría de la noticia falsa o fake news, quizás nos sea más útil repensar por qué los cuerpos contradictores del poder impuesto no ponen en jaque al orden del sentido falsificado como verdad, y revisar la verdadera naturaleza y el cierto alcance que tienen las redes sociales.

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No es cosa que éstas, erigidas como las divas y estrellas de la comunicación no pasen de ser gigantes negocios para las corporaciones que las poseen y explotan y apenas espejismos para los incautos y adocenados que giramos como en calesita vieja en torno al ritmo del algoritmo que nos muestra y dice lo que queremos ver y oír.