Haresh Shah nació en Bombay, India. Tuvo suerte, nació en una familia que le permitió, como a casi todos los de su casta, estudiar en Inglaterra. El, particularmente, fue al London College of Printing. Hizo dos facultades y se transformó en un especialista en calidad de impresión. Su suerte no acabó allí. Pues su sueño era trabajar en los Estados Unidos. ¡En Playboy! Y en la habitación que compartió en el London College, coincidió con Shashi Patravalli, un coterráneo que venía de pasar un año en la Graphic Arts Technical Foundation de Pittsburgh, que le había conseguido una pasantía en la sede de producción gráfica de Time Inc., entonces en Chicago, la ciudad natal de Hugh Marston Hefner, donde generó contactos que le permitieron estirar su entrenamiento americano en Playboy Enterprises.
La historia es bastante larga como para relatarla toda, pero lo cierto es que cuando yo le hice a Haresh Shah la misma pregunta que un millón de personas le habían formulado antes (“¿cómo entró a trabajar en Playboy?; el sueño de cualquier hombre medio siglo atrás), su relato se concentró en el amigo universitario Shashi Patravalli. Aquellas coincidencias, llamadas suerte, continuaron. Algunos años después, tras haber sido control de calidad gráfica de Sport Illustrated (del grupo Time) y haber hecho mil intentos fallidos para ingresar a Playboy, incluyendo la incumplida promesa de que tendría su lugar cuando lanzaran en los EE.UU. la versión francesa de Loui, que ellos llamaron Oui (erotismo más soft en palabras actuales), para competir consigo mismos y cerrarles la puerta a los franceses en caso de que quisiesen desembarcar en tierras del Tío Sam, Haresh Shah volvió a cruzarse con Shashi Patravalli en una Expo Print. Y Patravalli había vuelto a trabajar en Playboy… Amigos son los amigos.
Una vez dentro de la mayor empresa que el mundo erótico ya conoció, Haresh Shah, típico indiano en su apariencia –simpatiquísimo por naturaleza– se tornó un querido de todos. Incluso del mítico Hugh Hefner. Tanto que el creador de ese imperio, en pocos años, lo transformó en el supervisor de todas las ediciones internacionales de Playboy: cuando comenzaron los 90, años en que me tocó dirigir la edición argentina, eran poco más de veinte publicaciones en los cinco continentes. Y cada dos años, en algún lugar del mundo, Hefner tenía su único contacto con todos los editores. Hacía una gran reunión en un hotel paradisíaco que cerraba para “su gente”. ¡Nosotros! Uauu…
Haresh Shah organizaba todo. Hefner llevaba media docena de conejitas y si algún editor de cualquier país quería llevar una chica de tapa suya, también podía… Todos queríamos “conocer” a las conejitas de Hefner en vivo y en directo, claro, pero para ser honesto casi todos teníamos más interés en conocer al “increíble Hugh” que a ellas; en fin, soñábamos con robarle algún secreto de su envidiable suceso. Mejor que una conejita, era aprovechar al fabricante de conejitas…
En mi período de publisher de la edición argentina, la reunión fue en el glorioso hotel Camino Real de Puerto Vallarta, en México, allí donde Richard Burton y Elizabeth Taylor compraron una casa en los 60 para vivir su tórrido amor. Haresh se había transformado rápidamente en mi amigo porque en su segundo viaje a Buenos Aires, tras mi primer encuentro con su equipo en Chicago, por simple acaso –ella estaba en la redacción– le presenté a la chica de tapa de ese mes, muy famosa por entonces en la Argentina, a quien en privado llamábamos “Argentina 57”, por su generosa delantera (¿recuerdan a Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz?). Y tuvieron empatía… Así nos hablábamos cada dos semanas y él me anticipaba quiénes irían, algunos detalles del evento, incluso me confesó con antelación que ésa sería la última vez que Hugh Hefner en persona participaría del encuentro; ya estaba cansado y pasándole el bastón a su hija Christie Hefner. Pocos viajes por trabajo despertaron tanta expectativa en mi vida.
Como era de esperar, llegamos primero los editores de todo el mapa y, un día más tarde, la comitiva americana. Pero “el primer adelantado” siempre era Haresh. Todo tenía que salir bien gracias a él. Recuerdo que cuando lo encontré en el cóctel del atardecer en la Bahía de las Banderas, me dice con cara de quien sólo tiene malas noticias para dar: “Las conejitas no vienen”. Concuerdo con que no era lo aguardado, pero él no sospechaba que su segunda novedad sería la ulcerante: “Hugh no está bien y tampoco participará, sólo vendrá su hija Christie, y ella canceló a las conejitas”. ¡Vaya desilusión! Sabía –así sucedió– que nunca más tendría chances de conocerlo, primero porque no me imaginaba el resto de mi vida en Playboy y segundo porque si él ya había anunciado que ésa sería su última participación, no había motivos para crear expectativas para la próxima cita.
En un viaje posterior, Haresh, que nunca llegó a confesarme el secreto de su rápida escalada dentro de la organización y el motivo de su estrecho vínculo con Hefner, quien en menos de lo que canta un gallo lo sacó de las plantas de impresión para hacerlo pasear por el mundo, corrigiendo editores que se apartaban del White Book (el Libro Blanco que explicaba cómo se hacía la revista sin dañar su identidad) y conociendo conejitas de diversas etnias, intentó consolarme. Me dijo: “Hugh es maravilloso, pero no es lo que su marketing vende, por eso es maravilloso, porque es exactamente lo contrario…”. En ese momento, para mí, murió Hugh Hefner. Tanta sinceridad mató el mito. Parece que este jueves, 25 años después, volvió a morir. “Cosas de Hugh”, diría Haresh Shah, un hindú que tuvo suertes que yo no tuve.
*Publisher de la edición argentina de Playboy –editada por Perfil– en el inicio de los años 90.