En los estantes hay abono, plantas carnívoras y sistemas automatizados de riego. Más allá, una hilera de cactus, bolsas de fertilizantes y pesticidas. Lo parece, pero Kaya no es un vivero: es uno de los cincuenta growshops que se triplicaron en la Ciudad y el Gran Buenos Aires en los últimos tres años. Estos locales especializados para el cultivo de la marihuana ya suman, según afirman desde la Asociación Cannábica Argentina, unos 150 en todo el país.
Este crecimiento refleja, según usuarios y especialistas, que cada vez más gente elige el autocultivo. “Uno más que cultiva es uno menos que compra. Y además, el cultivo es seguro y orgánico”, sostiene Javier, dueño del Growshop Olivos. Excepto las semillas y derivados de la planta, cuya venta es ilegal, ofrece desde lámparas y tierras fertilizadas hasta mousse de lombriz como abono.
“No sólo se trata de poder elegir qué consumís: plantar es una forma de frenar el narcotráfico”, explica a PERFIL Sol, que se define como “militante cannábica”. Según la revista especializada THC, el autocultivo responde a dos fenómenos: la mala calidad de la droga importada desde Paraguay y la criminalización de la venta y del consumo en el país. “Cualquiera puede tener su propio cultivo sin recurrir al narcotráfico y sin situaciones de riesgo”, dicen.
También hay opciones para comprar los elementos de cultivo a través de growshops virtuales, como el 660, que vende tierra de diatomea –uno de los productos estrella entre los que cultivan– y en lugares tradicionales de la Ciudad, como el Cannabis Club, en la Bond Street. Allí, Julián, que tiene plantas en su balcón, compra Oro Negro, un estimulante orgánico.