“José Ignacio Rucci, ex obrero metalúrgico y delegado de la fábrica CATITA, líder de la Confederación General del Trabajo (CGT) desde 1970”, debería decir su lápida en el Cementerio de Chacarita, pero todos saben que hay mucho más detrás de una de las muchas muertes que dejaron los años de plomo.
Rucci, asesinado el 25 de septiembre de 1973, a los 49 años, fue el frontón de la historia sangrienta en la década del todos contra todos. El sabía que algún día le iba a tocar. “No creo que exista alguien a quien no le preocupe la muerte. Pero uno es consciente de responsabilidades y sabe que esas responsabilidades le pueden deparar la muerte”, había dicho apenas un año antes.
El humor negro de los argentinos bautizó “Traviata” a su asesinato, en alusión a los 23 orificios de bala que le acribillaron el cuerpo, una tragedia que la metáfora popular enlazó al comercial de una galletita de la época, aireada por “23 agujeritos”.
Y la voz popular se instaló. Operación Traviata. Quién mató a Rucci (2011) fue el libro del periodista Ceferino Reato que reveló la trama secreta del crimen que aún sigue impune.
Ceferino Reato revela los secretos inéditos del asesinato de José Ignacio Rucci a 50 años del crimen
José Ignacio Rucci, jamón del medio
José Ignacio Rucci había nacido el 15 de marzo de 1924 en Alcorta, un pueblo agrícola a 95 kilómetros de Rosario, justo donde nace la bota de Santa Fe. Toda su infancia y adolescencia pasaron por Rosario, pero las necesidades familiares le hicieron dejar la escuela secundaria en tercer año, para ayudar en una casa sumamente pobre.
A los 18, en 1942, dejó todo y viajó con lo puesto a Buenos Aires, cuando consiguió que un camión que distribuía diarios lo trajera hasta Flores, sin valija y sin un solo peso.
Como la historia de muchos buscavidas, la suya también arrancó lavando vasos en una confitería de Flores, el mismo barrio donde perdería la vida 31 años más tarde.
Probó suerte por todas partes hasta que en 1944 llegó al lugar que cambiaría su historia para siempre. Entró como operario en Compañía de Talleres Industriales de Transporte y Afines (CATITA), donde se fabricaban los vagones de los tranvías, y conoció a Angel Perelman, un trotskista que terminaría fundando la Unión Obrera Metalúrgica, ese mismo año.
El deslumbramiento fue mutuo e inmediatamente Perelman vio en el pibe de Santa Fe una chispa a punto de encenderse. Rucci había llegado a tiempo para vivir la jornada histórica del 17 de octubre de 1945. Perelman le hizo un lugar en la comisión interna. Desde entonces, la locomotora Rucci no paró.
Ya delegado, no pasó mucho tiempo hasta que en plenas discusiones paritarias conociera a una jovencita de armas tomar, otra delegada obrera que tampoco se callaba, Nélida Blanca Baglio, con quien se casaría poco después. Tuvieron dos hijos: Aníbal Enrique Rucci y Claudia Mónica, ambos herederos de la misma fibra que teje la lucha obrera. Y Claudia, cabe destacar, también tuvo desde pequeña pasta y devoción por los escenarios.
Cuando José Ignacio Rucci fue asesinado, Aníbal tenía 14 años y su hija Claudia, de 9, trabajaba en el exitoso ciclo Jacinta Pichimahuida y había debutado a los 6 años en Música en Libertad Infantil.
En una entrevista concedida al conductor Alejandro Fantino, en 2018, Aníbal recordó que su padre, “a diferencia de los sindicalistas de ahora”, siempre había sido pobre. En algún momento, contó, había vendido la casa familiar y considerado comprar una licencia de taxista para mantener a la familia. “Si hoy viviera, estaría con Hugo Moyano”, especuló Aníbal, ex concejal.
Eran otros tiempos.
José Ignacio Rucci, historia sangrienta
En 1946, Rucci ya se perfilaba como un sindicalista diferente. Diferencias que se hicieron más notorias cuando, en 1955, el golpe militar de la “Revolución Libertadora” enlazó en una saga más o menos compartida a nombres propios del sindicalismo argentino que al menos por entonces bailaban al ritmo del mismo vodevil: lucha obrera, detención, proscripción, fidelidad a Juan Domingo Perón. El tiempo y diversos intereses, sin embargo los fueron distanciando.
Augusto Timoteo Vandor, Raimundo Ongaro, Agustín Tosco, José Alonso, Andrés Framini, Eleuterio Cardoso, Armando Cabo, Rosendo García, Paulino Niembro, Avelino Fernández y Lorenzo Miguel, son algunos de los nombres que, por entonces jóvenes, daban noticias en las luchas sindicales de una época que los agrupaba en torno a dos frases “un peronismo sin Perón” o, por el contrario, “no hay peronismo sin Perón”.
A modo de apretada síntesis, podría decirse que Vandor, de formación militar, representaba la primera parte de esa encrucijada, “un peronismo sin Perón; y Rucci, la segunda, la de quienes no querían un pacto sindicalista con la dictadura de Onganía.
Varias detenciones venían fogueando a Rucci en las lides de los reclamos obreros: cárcel en un barco anclado en la Dársena Norte, liberación, proscripción y luego varios meses detenido en la cárcel de Caseros.
En 1957, la historia se aceleró. Nacieron Las 62 Organizaciones para confrontar con el intento golpista de normalizar la CGT a pesar del peronismo proscripto y los fusilamientos de civiles y militares en José León Suárez y la ex penitenciaría Las Heras, hechos que el periodismo hizo públicos en Operación Masacre, de Rodolfo Walsh.
En 1960, Rucci se hacía cargo de la secretaría de Prensa de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM); en 1964, era el interventor en la seccional San Nicolás y luego secretario general de ese distrito.
Casi un año después del Cordobazo, el 30 de junio de 1969 asesinaron a Augusto Timoteo Vandor de cinco balazos, cuando estaba dentro de su oficina de la UOM. A Rucci, en la calle, a la luz del mediodía, cuatro años después, pero cuando tuvo que sucederlo en 1970, todavía no era una carta marcada.
La Traviata de los 70
Rucci sabía que su rol era sumamente difícil en los convulsionados 70. En un reportaje concedido a la revista Gente a mediados de 1972, hizo toda una revelación al decir que no se sentía ni valiente ni cobarde, pero que sabía que si alguien lo mataba no respondía a los intereses del pueblo, era “una fuerza extranjerizante”.
El sindicalista tenía 13 guardaespaldas, a veces dormía en la UOM y vivía en Ramos Mejía. El 22 de septiembre había pasado la noche en un departamento prestado que ocupaba con frecuencia, en Av. Avellaneda 2953 (casi Nazca) en el barrio de Flores.
Poco antes del mediodía, dejó su vivienda y cruzó la calle para subirse a su Torino Rojo, estacionado cerca de dos vehículos de parte de su custodia. Antes de que se diera cuenta comenzó la balacera que lo perforó por todos lados pero un disparo fue letal, en el cuello. Su chofer y uno de los acompañantes también fueron impactados.
Dos días antes, Perón había ganado con el 61,85% de los votos las elecciones presidenciales que había forzado la renuncia de Héctor J. Cámpora, el 4 de julio anterior. Hasta entonces, las volteretas institucionales y los manejos de José López Rega habían hecho de Raúl Lastiri, yerno de “el Brujo”, un presidente interino.
Entre los sindicalistas más fieles y ortodoxos, Rucci era el que más había trabajado para el regreso de Perón al país.
Para Perón, Rucci era un equilibrista clave para ordenar a la díscola y desordenada tropa sindical. Tres días después de haber puesto un pie en Argentina, Perón perdía, sin embargo, ese alfil esencial y confiable de su operación retorno.
Ezeiza y el dueño del paraguas
Apenas tres meses antes, el 20 de junio de 1973 Perón había regresado al país y llovía intensamente. El general pisó suelo argentino aliviado mientras Rucci sostenía sonriente el paraguas protector. Pasaron muchas cosas que nunca terminaron de aclararse y la fiesta se acabó antes de comenzar.
Se produjo la Masacre de Ezeiza, el enfrentamiento entre los grupos de izquierda y la ortodoxia peronista que representaba Rucci, ubicada en el palco, en donde se cree que empezaron los disparos que provocaron 13 muertos y unos 300 heridos. Versiones de entonces sostenían que el ataque fue perpetrado por un comando integrado por entre nueve y once personas, todos con armas largas.
Horas después de la masacre de Ezeiza, Juan Domingo Perón rompió el silencio con un mensaje por cadena nacional y puso límites: “Los que ingenuamente piensan que pueden copar nuestro Movimiento o tomar el poder que el pueblo ha reconquistado se equivocan. (…) Por eso deseo advertir a los que tratan de infiltrarse en los estamentos populares o estatales, que por ese camino van mal”, advirtió.
Todo sonaba muy distinto dos años antes.
Qué fue la masacre de Ezeiza, una de las grandes movilizaciones peronistas que terminó en tragedia
“Hay una nueva generación que está esperando y, por eso, yo vengo hablando de la necesidad del trasvasamiento generacional. Junto con la organización debe venir un cambio, porque sino el Movimiento envejecerá y terminará por morir como todo lo que es viejo. Entonces, para evitar ese proceso, está el camino orgánico y el camino del remozamiento del Movimiento, por cambio generacional. La gente joven tomará ahora nuestras banderas y las llevará al triunfo”, había predicho Perón mismo en 1971, frente a las cámaras de Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino en Actualización Política y Doctrinaria para la Toma del Poder, un documental de 120 minutos que era una puesta al día del peronismo, un año después del secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu.
La Juventud Trabajadora Peronista (JTP) y las fuerzas que aglutinaba en bambalinas se sintieron aludidas y respondieron con fervor a ese llamado. Detrás de ellos estaba la agrupación Montoneros. Y con ellos, otros grupos vehementes.
Así fue la Masacre de Trelew: fuga de guerrilleros, 16 fusilamientos y salvoconducto para 6
Rucci mientras tanto, capitán de tormentas, navegaba con cautela, casi a ciegas entre las orillas oscuras del peronismo clásico y la sangre joven y revoltosa que la agrupación necesitaba en los 70 para acorralar a la dictadura.
En febrero de 1973, todavía como parte de esa estrategia inicial de acercamiento para sumar fuerzas, Rucci había aceptado debatir con el duro Agustín Tosco, en el programa Las Dos Campanas (Canal 11), una emisión en vivo conducida por Gerardo Sofovich y Jorge Conti. Allí Rucci habló de la lucha obrera, la sed de justicia, “admiró” el socialismo y la revolución cubana, y ratificó la “evolución” del movimiento peronista hacia la dirección que Perón había querido imprimir en 1971.
Tosco-Rucci. El debate terminó siendo letra de molde en un libro publicado por la Editorial de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba y el Sindicato Luz y Fuerza de esa provincia.
La turbia masacre de Ezeiza daría vuelta la página. Todo cambió. Con fotos y afiches callejeros la sangre joven e imberbe del nuevo peronismo despechado señaló a seis hombres del cuadro próximo a Perón como “los traidores” que querían alejar al líder de su pueblo; los acusaron de ser los responsables de la masacre de Ezeiza.
Eran los dirigentes Alberto Brito Lima y Norma Kennedy, el ministro José López Rega (Bienestar Social), el funcionario Jorge Osinde (secretario de Deportes del Ministerio de Bienestar Social), y la cúpula sindical ortodoxa representada por Lorenzo Miguel y José Rucci (secretario de las 62 Organizaciones Peronistas y líder de la CGT, respectivamente).
Y la justicia por mano propia arrancó con el dueño del paraguas.
La agrupación Montoneros ya tenía voz propia y tampoco callaba: “El poder político brota de la boca de un fusil –decía su líder Mario Firmenich-. Si llegamos hasta aquí ha sido en gran medida porque tuvimos fusiles y los usamos”, sostuvo el 6 de septiembre de 1973, luego de una entrevista con Perón, días antes de que sucediera el crimen de Rucci.
Luego del asesinato de José Antonio Rucci, Perón decreto 39 días de duelo nacional. La pesadilla, sin embargo, no había terminado.