“¿Les parece un buen lugar para poner la cafetera?”. Todos los presentes en la reunión, entre ellos algunos de los empresarios de mayor relevancia del país, dimos vuelta la cabeza sin entender. Por culpa del tránsito, varios habían llegado tarde a la reunión y todavía se estaban acomodando. Pasados unos minutos de desconcierto el cardenal volvió a repetir: “¿Les parece un buen lugar para poner la cafetera?”. “¿Quiere que la movamos?”, preguntó un miembro del equipo dejando su silla y abalanzándose sobre el objeto humeante. “No, sólo pregunto si les parece un buen lugar para poner la cafetera”. Así estuvimos un rato hasta que por fin, y cuando todos comenzaban a perturbarse, siguió: “¿Ven ese cuadro? Bueno, es una de las pocas obras de arte colonial que se conservan en el país. Estaba muy, pero muy deteriorado, su restauración fue complicada. Una de las cosas más difíciles que tenemos en la Iglesia es lograr que los sacerdotes preserven las obras que están en los templos, incluso hacemos cursos para que vayan entendiendo el tema”. La famosa cafetera estaba justo debajo de la pintura que Bergoglio acababa de señalar (digna de exhibirse e inédita para Argentina), disparando su humo blanco sobre la maravilla restaurada. No recuerdo el nombre del pintor; más aún, ni siquiera podría asegurar si estaba firmado o se trataba de un anónimo, eso sí, el comentario es un Bergoglio auténtico, nunca conectó ambas cosas o dijo “Córranla porque van a quemar el cuadro”, simplemente dio un giro didáctico muy efectivo; o si quieren muy jesuita. Sospecho que después de su cátedra la cafetera nunca volvió a conectarse en ese sitio.
Aunque con el tiempo terminé entrevistándolo para este diario (su última entrevista como cardenal salió en PERFIL), mis primeros contactos con Francisco estuvieron relacionados a la publicidad: me tocó presentarle una campaña publicitaria para lo que con el tiempo se convertiría en “su” señal de televisión, Canal 21. En el negocio publicitario se llama “brief” al documento que dispara todos los trabajos, suerte de resumen que contiene el material necesario para poner manos a la obra, ahí se plasman cuestiones del tipo posicionamiento, objetivos de mercado y público al que debemos dirigirnos, por cuestiones obvias relacionadas al lenguaje de la Iglesia, el “Brief celestial” que recibimos era algo más gótico que los tradicionales aunque agudo; tampoco conoció el papel. Para los publicitarios ni papiros, sólo palabras que debíamos guardar en la memoria. A pesar de esas ambigüedades, el entonces cardenal Bergoglio sabía lo que quería: programas con valores, pero sin sobreabundancia de sacerdotes, algo que pudieran mirar todos los televidentes más allá de sus creencias personales, posturas filosóficas o religiones.
Quienes conocen a Francisco saben que tiene una personalidad fuerte y magnética, también aprendieron que puede quedarse serio y en silencio, generando un clima perturbador. Que un día te reciba contando chistes de curas y monjas, no implica que al siguiente, cuando algo no le gusta o tiene un problema grave, se prive de dedicarte el más adusto de los gestos. Claro que esas sutilezas se decodifican con el tiempo y la exposición. Si la simple idea de presentarle campañas publicitarias a un cardenal resulta extraña, imaginen cómo nos sentíamos frente a ese hombre que, según todos los comentarios, venía de empatar en el cónclave que entronizó a Benedicto XVI. En cierta forma, el Bergoglio de 2005 era más parecido al actual, arrastraba un aura papable que tenía efectos demoledores sobre las audiencias, después ese “perfume a Papa” se fue desvaneciendo.
Durante la presentación, uno de los primeros escollos a enfrentar estuvo relacionado con el espacio físico. Los publicitarios estamos acostumbrados al despliegue: vamos muchos, llevamos proyectores, cartones gigantes y encuadres estratégicos saturados de palabras técnicas. Como el grupo de trabajo previo se juntaba en una sala grande, armamos el “show” confiados en esas dimensiones eclesiásticas. Pero no, Francisco nos recibió en una oficina con olor a pasillo y espacio para dos personas conscientes de su salud. ¿Traducción? Flacas. Dentro de la curia porteña los cardenales primados tienen un despacho descomunal que, tras la muerte de Antonio Quarracino (su antecesor en el cargo), Bergoglio convirtió en depósito. Antes de ser distribuidas, ahí iban a parar todas las donaciones que le llegaban. El hecho concreto es que nos encontramos apretados frente a Francisco, y sin poder desplegar el arsenal de artificio que llevábamos. Dispuesto a no perder protagonismo, me emperré en contarle el enfoque estratégico sin soporte de Power Point. Escuchó con la cabeza ladeada, como asumiendo que estaba ante una ceremonia particular del universo publicitario; dado que la Iglesia está llena de ceremonias, lo que pudo haber sido un papelón mayúsculo me jugó a favor. Creo que no entendió nada (ni le importó), pero si hay alguien en la tierra capaz de comprender que un acto ceremonial puede ser inescrutable aunque trascendente, esos son los sacerdotes católicos. “¿Cuánto tiempo tiene?”, pregunté advirtiendo que parecía aburrido y temiendo que se levantara antes de ver los avisos. “El que ustedes necesiten”, respondió con corrección. A decir verdad, en ese momento yo no necesitaba tiempo sino que la tierra me tragara (la opción del cielo me parecía arruinada). Enseguida llegó la hora de los cartones con las piezas y su cara cambió, más que por lo que veía, porque quien escribe decidió llamarse a silencio. Mejoría facial incluida, Francisco tampoco parecía deslumbrado con las piezas y todos comenzamos a inquietarnos; entre ellos la persona que nos había llevado prometiendo un trabajo excepcional generado por una de las agencias más destacadas del planeta. Al final de la exposición se hizo un silencio inaguantable y, al menos según mi punto de vista, en la salita faltaba algo de oxígeno vital y móvil. “El perrito me gusta”, aseguró sonriendo. “Creo que el perrito está muy bueno, muy bueno de verdad” (se refería a una mascota que funcionaba a manera de logo). A partir de ahí y por varios meses, cada vez que alguien quería recordarle quién era yo decía: “El es el publicitario que hizo la campaña del perrito”, recién entonces le brillaban los ojos y me encuadraba en tiempo y espacio.
¿El final? No sólo aprobó el trabajo completo, sino que nos regaló un libro sobre creatividad con una única condición: debíamos devolvérselo. Obviamente y a pesar de todo había captado la naturaleza de nuestra actividad. “Recen por mí”, nos comentó al pie del ascensor.
Varias veces volvimos a hablar de temas relacionados con la publicidad y el marketing. Entre otras cosas, estaba convencido de que los medios de la Iglesia debían ser abiertos a todos (no de sacristía) y sobrevivir compitiendo abiertamente en el mercado. “Podemos solventarlos un tiempo hasta que tomen vuelo aunque no en el largo plazo”. Tenía los números en la cabeza y, a diferencia de otros sacerdotes, estaba al tanto de los valores. Es común que los curas caigan de espaldas cuando uno les comenta cuánto cuesta una página de publicidad (incluso en las altas esferas), que no lo puedan dimensionar o comprender; Bergoglio no, sabía los costos que implica comunicar y entendía que el camino no pasaba por pedir donaciones: su concepto favorito se puede resumir en la palabra sustentable. Creo que en el Vaticano comenzarán a familiarizarse con el término.
Igual que en el ejemplo de la cafetera, Jorge Bergoglio huía de las definiciones concretas y sin salida. Jamás se prendía si en medio de una reunión alguien comentaba “Marcelo Tinelli ya no se puede ver”. Lo que sí resultaba obvio era que no le gustaba la televisión actual, de hecho no veía tele desde los noventa. Durante la entrevista le pregunté por qué un hombre que está tan preocupado por los medios de comunicación masivos los esquivaba. Pensó unos minutos y dijo: “Vi algo que no me gustó… No me gustaría decir qué, pero en determinado momento vi algo que no me gustó y me prometí a mí mismo no volver a encender el televisor nunca”.
No es la primera vez que escribo esto: antes de ser Papa Bergoglio ya era una especie de “estrella de rock celestial”. A diferencia de otros sacerdotes, su presencia impresiona más que sus palabras. En la entrevista hablamos dos horas y media largas. Sin embargo, tengo más sensaciones que recuerdos concretos, y eso que no me seducen cuellos ni uniformes. Si Benedicto XVI llegaba a decir que la Iglesia no era una ONG seguro lo tildaban de frío y técnico, en boca de él suena a discurso progresista. No sé si Francisco tendrá demasiadas cosas para decir o cambiar dentro de esa estructura milenaria que es la Iglesia Católica y en especial el Vaticano, de lo que sí estoy seguro es que las pocas que encare llegarán a buen puerto. Un día, y sólo como gesto para devolverme el favor de haber participado en el Consejo Consultivo del Canal 21, recibió a una empresaria que por entonces era mi cliente. “Esperemos que esté de buen humor”, me comentó la persona que organizó el encuentro, después de todo Francisco recibía gente todo el tiempo y había días en los que semejante trajín se le hacía cuesta arriba. “¿Puede fallar?”, pregunté (después de todo estaba con mi clienta). “Bueno… depende…”, recibí como única respuesta. Además de salir llorando, la señora en cuestión lagrimeó durante toda la charla. Pero en esto él y su humor no tuvieron nada que ver. Fue la impresión de verlo lo que provocó esa catarata emocional. Bergoglio se mostró agradable y comprensivo ante esos desbordes de telenovela mexicana.
Ahora que es Papa todo el mundo asegura conocerlo. Exageraciones aparte, es verdad que se topaba con muchísimas personas, incluso con aquellas que lo insultaban en plena calle por su condición de cardenal primado. Sus enemigos, que no son pocos, aseguran que esa modestia y humildad que hoy asombran al mundo no son más que una estrategia marketinera a lo jesuita; de ser así y como hombre de marketing estoy en condiciones de asegurar algo: es la mejor que el catolicismo puede tener hoy.
*Filósofo y publicista.