A 120 años del nacimiento de la escritora Silvina Ocampo, comienza a fundarse un nuevo mito sobre su vida y obra. No vivió en las sombras, su obra no fue un secreto y no fue víctima del reconocimiento de su hermana Victoria, su marido Bioy Casares o su amigo Borges.
Al contrario, fue una mujer extravagante, graciosa y reconocida por la prensa y sus pares. Probablemente haya elegido el ritmo de vida que llevó y que le permitió ser una exponente en el género fantástico. Silvina escribió doce libros de cuentos (cuatro de ellos infantiles) tres novelas, una obra de teatro en colaboración, once textos de poesía y una antología.
Ocampo, de pocas entrevistas, de trabajo feminista, de obra compleja, de buenos chistes, de personajes desprejuicidos, de fantasía que sirve para analizar la identidad, de poesía que está a merced de la naturaleza, de horror para preguntarse por la diferencia, de imaginación para narrar su maravilloso mundo interno, continúa sorprendiendo con su frescura.
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Curiosa, inquisitiva, sensible. No se quedó tranquila con la riqueza de su entorno, de sus amistades, sus privilegios y sus actividades cotidianas. A fuerza de su propia inteligencia, corrió el velo de su burguesía y miró de frente a la otredad, con quien ella supo identificarse más que con su propia estirpe.
Silvina Ocampo fue una mujer profundamente extraña, intencionalmente misteriosa y excéntricamente perversa. Con esa premisa, una artista que estaba destinada a ser reconocida, aunque en su momento haya elegido pasos sutiles y las ventas de sus libros no hayan representado el peso de su voz. Pero lo cierto es que cuando hablaba, Silvina tenía la voz temblorosa. Hay que leerla para comprender su autoficción, sus obsesiones, sus traumas.
Silvina Ocampo deseaba el éxito, pero no quería el trabajo forzoso de la gestión. No se presentaba a dar muchas entrevistas, a conferencias ni abusaba de sus contactos privilegiados. Ella, lejos de ser sociable, se definía a sí misma como “íntima”. Esto no quiere decir que fuera un enigma, se conoce gran parte de su vida, sus círculos sociales, sus amores. Hasta posó para fotografías y se quejó de no haber sido traducida al inglés.
En una carta enviada a su amigo Manuel Mujica Lainez, en diciembre de 1973, Silvina escribió: “Te confieso que no me desagradaría ser vendida en los quioscos como lo fui en Italia. Por ejemplo, me encantaría que un perro me lea de vez en cuando y moviera la cola como cuando devora algo que le gusta. ¿Qué es el éxito? Saber que uno ha conmovido a alguien”.
Silvina formaba parte de una generación exitosa, popular, internacional. Silvina Bullrich, Beatriz Guido y Marta Lynch fueron algunas de las escritoras argentinas que publicaron best sellers. El contraste, lógicamente, le generaba frustración. Su hermana, Victoria Ocampo, dirigía la prestigiosa revista Sur, que publicó textos de muchos de los escritores, filósofos e intelectuales más importantes del siglo XX. Pero sobre la obra de Silvina escribieron extraordinarios textos Alejandra Pizarnik, Enrique Pezzoni y Sylvia Molloy.
El escritor italiano Italo Calvino, quien fue amigo de Silvina, analizó que “la fuerza de la sutil ferocidad de Silvina Ocampo reside en que siempre se mantiene tranquila, impasible, como la de los niños, que no excluye una mirada límpida y una leve sonrisa”.
Sobre el mito de la sumisión de Silvina ante las figuras que la rodeaban, Mariana Enríquez afirmó: “Quienes la admiran fervorosamente decretan que sin duda que fue ella quien eligió ese segundo plano. Dicen que desde allí podía controlar mejor aquello que deseaba controlar. Que nunca le interesó la vida pública sino, más bien, tener una vida privada libre y lo menos escrutada posible. Que, en definitiva, ella inventó su misterio para no tener que dar explicaciones”.
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Silvina Inocencia María Ocampo nació el 28 de julio de 1903 en la casa familiar de Viamonte 550, en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Fue la menor de seis hermanas de una de las familias más ricas y tradicionales de Argentina.
Fue educada con institutrices inglesas y francesas en su propio hogar, por lo que aprendió primero a hablar y a escribir en esos idiomas, antes que en castellano. Su infancia la pasaba entre el caserón de la ciudad, la mansión Villa Ocampo en el partido bonaerense de San Isidro, los campos familiares de Pergamino en la provincia de Buenos Aires y la estancia Villa Allende en la provincia de Córdoba.
"Nunca trabajó por dinero –no lo necesitaba–, no participó de ningún tipo de actividad política (ni siquiera política cultural), publicó su último libro cuatro años antes de morir (y escribió incluso cuando ya tenía los primeros síntomas de Alzheimer, con casi 90 años) y su vida social, siempre reducida, se iba haciendo nula con los años, algo sorprendente en una mujer de su clase. El dinero le dio libertad pero nunca pareció demasiado consciente de sus privilegios que, puede decirse, apenas usó”, cuenta la escritora argentina Mariana Enríquez en el libro La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo.
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La hermana mayor de Silvina fue la gran Victoria Ocampo, reconocida mundialmente por su aporte a las letras y la cultura en general. La relación entre ambas siempre fue ambigua y turbulenta. Además, de chica, un hecho que la dejó marcada fue la muerte de su hermana Clara, quien tenía once años, y Silvina tan solo seis.
En la infancia, la menor (que en ese entonces no escribía, pintaba) también se sentía atraída por el mundo de la servidumbre del que vivía rodeada. Iba frecuentemente al último piso de su casa, donde estaban las dependencias de servicio y pasaba mucho tiempo ahí, ayudando con quehaceres domésticos, como planchar o arreglar ropa.
“Gran parte de la literatura de Silvina Ocampo parece contenida ahí: en la infancia, en las dependencias de servicio. De ahí parecen venir sus cuentos protagonizados por niños crueles, niños asesinos, niños asesinados, niños suicidas, niños abusados, niños pirómanos, niños perversos, niños que no quieren crecer, niños que nacen viejos, niñas brujas, niñas videntes; sus cuentos protagonizados por peluqueras, por costureras, por institutrices, por adivinas, por jorobados, por perros embalsamados, por planchadoras”, relata Enríquez.
“Si su primer libro de cuentos, Viaje olvidado (1937), es su infancia deformada y recreada por la memoria; Invenciones del recuerdo, su libro póstumo, de 2006, es una autobiografía infantil. No hay período que la fascine más; no hay época que le interese tanto”, añade la escritora.
Cuando tenía 26 años, Silvina Ocampo se fue a estudiar dibujo y pintura a París. Allí se unió al Grupo de París, artistas plásticos argentinos que se habían ido a establecer allí durante la segunda década del siglo XX. Durante su estadía en la ciudad europea, Silvina tomó clases con el pintor italiano Giorgio de Chirico, fundador de la escuela metafísica, y con el francés Fernand Léger, figura del cubismo. Aunque en sus dos casas de Buenos Aires siempre tuvo un atelier, más tarde abandonó las artes plásticas para dedicarse a la literatura.
Una vez de regreso en Buenos Aires, conoce (o se reencuentra, el inicio de la relación no está claro) con Adolfo Bioy Casares, otro hijo de la clase alta argentina. La familia poseía grandes estancias y además era dueña de la empresa láctea La Martona, sin embargo a este hijo de terratenientes no le interesaba ni tenía ninguna habilidad –según él mismo confesaba– para administrar los campos de la familia. Sus principales intereses eran la literatura y las mujeres.
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Silvina y “Adolfito”, como le decían para diferenciarlo de su padre con el mismo nombre, se fueron a vivir a la estancia Rincón Viejo, propiedad de la familia de Adolfito, en la localidad de Pardo, en la provincia de Buenos Aires. La pareja vivió allí entre 1934 y 1940, inmune a dos hechos que podrían haber sido considerados escandalosos: no estaban casados y ella era once años más grande que él. Ambos lo recordaban como una época feliz.
Ese período fue importante para los dos, ya que por un lado, Adolfo abandonó la carrera de abogacía y se dedicó de lleno a la literatura, cuya consagración se daría en 1940 con la publicación de La invención de Morel. Y por otro, según Adolfo, fue el campo donde Silvina dejó el dibujo y la pintura y empezó a escribir. Quizás fue el lugar donde escribió los cuentos de su primer libro, Viaje olvidado, que publicó en 1937.
La estancia Rincón Viejo también es muy significativa, ya que allí es donde se consolidó la amistad de Silvina y Bioy con Jorge Luis Borges, que duró hasta la muerte del autor de El Aleph y al punto en que cenaron los tres juntos todas las noches durante décadas. La pareja contrajo matrimonio en 1940 y uno de los testigos del casamiento fue el propio Borges.
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La vida de casados incluyó las innumerables infidelidades de él, entre las más conocidas, con la escritora mexicana Elena Garro, quien fuera esposa de Octavio Paz, y rumores sobre presuntos romances de Silvina con otras mujeres.
De vuelta de un viaje a Europa, en 1954, los Bioy se mudaron al departamento en el que vivieron hasta la muerte, durante 45 años, en la calle Posadas 1650, del barrio de Recoleta. Entre baños, cuartos y salas, el departamento de Silvina y Bioy tenía 22 habitaciones, un gran jardín, 50 metros de terraza y, en el sexto piso, el atelier. Silvina y Bioy tenían cada uno su propio cuarto –nunca durmieron juntos– y su propio estudio.
Con el regreso de aquel viaje, trajeron a Argentina, además, a la única hija de Bioy, a quien adoptaron. Silvina no podía tener hijos. No está claro si los deseaba, pero una de las amantes del escritor, llamada María Teresa, aceptó ser la mamá de su hija y entregarla en adopción. La niña nació en Estados Unidos, pero los trámites de adopción se hicieron en Francia y allí fueron a buscarla a sus tres meses.
Rodeada de estas grandes personalidades, y de las intensas emociones que le traían, Silvina eligió el famoso segundo plano que le valió una falsa reconstrucción de su figura y desde ese lugar desarrolló una extensa e interesante obra literaria.
Luego de su libro de cuentos Viaje olvidado (1937), volvió a publicar en 1942 pero, esa vez, un poemario: Enumeración de la patria, y luego otro libro de versos en 1945, Espacios métricos. Le siguieron, dentro del campo de la lírica, las publicaciones Poemas de amor desesperado (1949), Los nombres (1953) y Pequeña antología (1954).
En 1962 volvió a publicar otro poemario, Lo amargo por lo dulce, que fue considerado como uno de sus mejores logros en el género de la lírica y en 1972 publicó su última entrega poética: Amarillo celeste. Junto a Bioy y Borges, hicieron la Antología de la literatura fantástica (1940) y también presentaron la Antología poética argentina (1940). En tanto que con Bioy, escribieron la novela policial Los que aman odian (1946).
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Luego se dedicó a escribir cuentos. Se publicaron en Autobiografía de Irene (1948), La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961), El pecado mortal y otros cuentos (1966), Informe del cielo y del infierno (1969), Los días de la noche (1970), Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988). Estos relatos están poblados de seres fantásticos, retratados desde el humor negro y la ironía, o deformados por la percepción de sus particulares narradores.
Recibió, entre otros, el Premio Municipal de Literatura en 1954 y el Premio Nacional de Poesía en 1962, como así también la Beca Guggenheim. Silvina murió, luego de años con Alzheimer, a los 90 años en Buenos Aires, hace casi 30 años. Luego de fallecer el 14 de diciembre de 1993, fue sepultada en la cripta familiar de los Ocampo en el cementerio de la Recoleta.
ML