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llantos

Qué emoción

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Hace poco iba caminando por una calle lateral, a eso de las siete de la tarde, y me encontré con la mamá de un compañero del colegio de Anita, mi hija. No la había visto muchas veces antes –creo que sólo compartimos una vez una charla mientras hamacábamos a nuestros hijos. Ella me saludó y me preguntó cómo estaba. Fue como si hubiese tecleado el password que daba paso a mi emoción torrencial. Por miles de motivos la estaba pasando muy mal y me puse a llorar como toda respuesta. No pude hablar. Perdí el rostro frente a alguien casi deconocido. 

    Ella me abrazó y me contuvo. Es más común reír en situaciones sociales, no llorar. No está bien visto llorar. Hay que guardarse las lágrimas; sin embargo, animarse a perder el rostro es una forma de valentía. El dolor, dice Hegel, es un privilegio. “Sin callejones sin salida nunca sabríamos qué es un pasaje”. Qué emoción, qué emoción es un pequeño libro de Georges Didi-Huberman publicado por Capital Intelectual y es un pequeño mapa de la potencia que tienen las emociones humanas que rara vez son analizadas por la filosofía. Kant las despreciaba. Nietzche –dice Huberman– las amaba. Y cita un párrafo genial de Gilles Deleuze: “La emoción no dice Yo, en primer lugar porque en mí, el inconsciente es mucho más grande, inclusive , más profundo, más transversal que mi pobre pequeño yo”.  

    La emoción te toma, como un tsunami. ¿Por qué el Pathos –la pasión– se convirtió en nuestro argot en patético, un adjetivo negativo? Alguien que llora en público es patético. Sin embargo Ushi, la mamá del compañero de Ana, me abrazó, me contuvo. Eramos dos seres atávicos atravesados por una situación ancestral. El dolor del otro y la posibilidad de contenerlo.