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¡Viva el silencio, carajo!

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Sea lapón, griego o argentino, uno suele sentir, por estas fechas, el arribo de una antiquísima pulsión: la de hacerse oír a toda costa. Que su ejercicio acabe en pirotecnia no lo disimula. Es un desordenado capítulo suelto de la filosofía de cada uno. Si lo pensado no nos hace feliz, juntamos presión y sin precaución alguna, nos damos a explotar. La formula es fósforo, mecha y cohete. Y a ser felices… Hay quienes asocian esta rara afición al estruendo con el jolgorio de los niños. El argumento es falaz por partida doble: 1/los adultos jamás se han ocupado a fondo de los niños y 2/ los adultos necesitan, por lo menos una vez al año, abrir a pleno el grifo del instinto, fantasearse un argumento a favor y desprender del cuerpo su pesado arnés de culpas. A los párvulos solo les está permitido mirar, correr detrás de un padre energúmeno y apagar, a su pedido, cohetes y cañitas que continúan encendidas. Esto es, ser bomberos, frente a esos incendiarios que son los mayores. Y rogar, ante ese polvorín traído por el padre:

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– “Mamá, decíle que me deje tirar a mi también, decíle…”

Esta moda inalterable nos viene desde día del descubrimiento del fuego. En este exclusivo rito anual que provoca “el paso sin respuesta del tiempo”, los grandes se vuelven niños súbitos a fin de vengar la impotencia en que los sume la escasa gracia de la vida cotidiana. Lo que también hacen para “las Fiestas” (sic) es abuenarse . Aunque nunca tanto como para ceder la soberanía sobre un rompeportones o un petardo. Negarse no les produce culpa pues descuentan que sus hijos varones ya ejercerán su monopolio de género cuando sean padres…

En mi infancia esta ceremonia principiaba en un armario. Nacido diciembre, de este mueble surgían las señales de que se aproximaba un Acontecimiento que viviríamos con la “piel de gallina”. Más de cincuenta parientes musiqueros , baile interminable y mil dulces nuevos. Mi hermano Juan, yo (y hasta el perro) mirábamos en éxtasis a mi madre descender cajas que contenían pájaros de papel maché, borlas de colores, estrellas plateadas y nueces a las que tras vaciarlas unía con pegamento sus mitades intactas a una cinta roja y sumergía en una taza que las dejaba “al oro”. Esta era la etapa lírica del Acontecimiento.

Emoción muy distinta ( y digamos épica), era la que tras la Buena Noche del 25 nos depararía mi padre la Vieja Noche del 31 .También él guardaba su secreto (en su caso una santabárbara) en lo más alto del más alto ropero de su cuarto. De allí, envuelto enun paño naranja, extraía la más atronadora máquina de tirar cohetes jamás vista por nosotros.

Su Revólver.

No es que mi padre fuera petardista. Sólo era pobre. Un cristiano algo más ruidoso, nada más. Sobre todo en esa medianoche en que las sirenas de los barcos del puerto de La Plata pitaban a coro y el vecindario de Berisso les sumaba su estrépito. A los inmigrantes de 32 comunidades los movía la ilusión de llevar muy lejos sus ruidos esa noche. Y mientras a sus hijos americanos nos daban a soplar inocuas “estrellitas” de esperanza, ellos subían a los techos de madera y cinc a despanzurrar a la Vía Láctea, al barco que los trajo de Europa, al general Uruiburu, al reumatismo, al destino.

Todo lo cual confirma (salvando matices de cada nostalgia personal) que el objetivo del hombre, donde sea , no es otro que hacerse oir. Por los dioses. Por el gobierno. Por quien sea. Pasarse 365 días cruzando sin respuesta de nadie el desierto de la vida corriente es penuria a la que le da por explotar. Reclamar a los Funcionarios de los Cielos no fue nunca asunto fácil y los guiones de la Biblia lo prueban. Más sordos son (bien lo denuncia Hamlet) los Funcionarios de la Tierra. Con pirotecnia no parece que se consiga (ni siquiera con Hiroshima alcanzó). Es que una comprensión que nos abarque a todos, requiere de un estruendo mucho, mucho más grave y cabal.

Y solo hay uno: el silencio.

Fabuloso sería el de 40 millones de loros cívicos callados al únísono. Meditanto, acordando. Un silencio así rompería la barrera del sentido. Bien que sabemos (de años sabemos) que la esperanza (pobrecita) por más que hace, sola no puede.
 

(*) Especial para Perfil.com