CULTURA
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No Future

En un contexto de avance vertiginoso de la ciencia, donde se hace cada vez más difícil imaginar cómo será el futuro, ¿qué le queda a la ciencia ficción? ¿Hacia dónde puede avanzar este género, muchas veces relacionado a la “anticipación”, cuando no se puede tener una mirada prospectiva?

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Ciencia ficción. En un contexto de avance vertiginoso de la ciencia, donde se hace cada vez más difícil imaginar cómo será el futuro, ¿qué le queda a la ciencia ficción? | GET

Nadie sabe muy bien qué es la ciencia ficción, y la época de las indagaciones teóricas desde una dimensión ontológica parece haber terminado (y obviamente fracasado). Lo que, en todo caso, sabemos con alguna certeza es que se trata de un género cuya ubicuidad es cada vez más notoria. Allí donde uno mire –en los videojuegos, el cine, las series–, encuentra alguno de sus elementos, y prácticamente todas las semanas nos desayunamos con algún hallazgo que remite a uno u otro de sus tópicos: ya tenemos máquinas que imprimen órganos humanos, armas láser que pulverizan, autos que prescinden del conductor, bebés modificados genéticamente y hasta la foto de un agujero negro.

También, y para no ir tan lejos, en la vida cotidiana vemos con frecuencia hombres que, de pronto, retroceden a la horda, como en JG Ballard, o que permanecen conectados casi desde el nacimiento a una serie de plataformas virtuales diseñadas a partir de algoritmos que reafirman el sesgo ideológico de usuarios que, como en Orwell, aprenden menos a pensar que a “doblepensar”.

En este contexto, donde todo está hipertecnologizado, algunos de los desafíos que se les vienen planteando en los últimos años a quienes pretenden incursionar en el género son los siguientes: ¿cómo escribir ciencia ficción cuando el futuro –ya lo dijo el Indio– llegó hace rato, o en todo caso está siempre llegando? ¿De qué manera se puede construir un escenario prospectivo más o menos verosímil cuando el ritmo vertiginoso de los cambios –Stanislaw Lem dixit– “reduce las oportunidades de cualquier predicción”, y ni siquiera sabemos cómo van a ser las cosas pasado mañana? ¿Hacia dónde puede avanzar el género en estas condiciones?

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Para el escritor Sebastián Robles, con quien dialogamos, una de las “tendencias” que, dada esa imposibilidad de proyectarnos muy hacia adelante, se está empezando a advertir es una ciencia ficción que ya no imagina futuros sino presentes alternativos. “Todo está acá y todo es, de alguna manera, posible”, dice. “Lo pondría en estos términos: una buena parte de la ciencia ficción se transformó finalmente en una rama de la literatura realista”.

Un buen ejemplo de esto es su propia novela Las redes invisibles (Momofuku, 2014), donde esboza una cartografía de redes sociales que no existen al menos –es importante aclararlo– en esta dimensión del multiverso: hay, entre otras, una dedicada a enfermos terminales; otra donde las mascotas, perros y gatos, pueden interactuar a través de un implante; otra cuyos algoritmos están diseñados solo para admitir a escritores realistas; y otra que garantiza a sus usuarios encontrar la pareja ideal.

En esta línea, también se podrían mencionar los cuentos de Nicolás Mavrakis en No alimenten al troll (Tamarisco, 2012), libro en cuyo centro también están las redes sociales y los distintos espacios virtuales mediante los que la gente interactúa; aunque los elementos en común entre estos dos autores van un poco más allá del contenido temático. En ambos casos, se da lo que ya planteaba Ballard: eso de que la ciencia ficción ya no debe mirar el espacio exterior, sino el interior. O sea, la centralidad no está puesta tanto en la tecnología como en el impacto que tiene en las subjetividades modernas, y esto también lo trabaja con pericia Samanta Schweblin en su última novela, Kentukis (Random House, 2018), nombre que alude a pequeños robots domésticos que son manejados de forma remota por usuarios a quienes el comprador no conoce. Así el mundo se divide entre aquellos a los que les gusta exhibirse, que son los que terminan adquiriendo estos artefactos, y los que tienen alguna inclinación voyeurista, que son quienes los manejan. En este contexto, la autora de Pájaros en la boca plantea algo parecido a lo que planteó alguna vez –citémoslo de nuevo– Ballard en Crash: ¿qué hay de la perversión humana en todo esto? ¿Qué aberraciones interiores inauguran las nuevas tecnologías? Ahí está el interés, el punctum, de una parte cada vez mayor de la ciencia ficción, y Lem ya abría este camino en los 60 –curiosamente, casi al mismo tiempo que Marshall McLuhan publicaba su Understanding Media– al plantear que el interés que tenía en la tecnología se debía principalmente a que la actividad creativa del hombre –y la moral misma– está modelada de un modo u otro por ella.

Pero volvamos a la cuestión anterior. La imposibilidad de pensar en un futuro a largo plazo no solo lleva a exacerbar elementos tecnológicos del presente sino que promueve también una especie de vuelta hacia atrás. En este sentido, la escritora y editora de la revista Próxima, Laura Ponce, con quien también dialogamos, dice que dos de los subgéneros que están en alza en esta coyuntura son la ucronía, donde se plantea una versión alternativa de la historia, y el steampunk, cuyos relatos transcurren en escenarios victorianos a los que el escritor a veces les añade la posibilidad de todo tipo de artefactos a vapor. “Ya que el espacio material, cartografiable, se estrecha, ya que no podemos imaginar el futuro, volvamos sobre nuestros pasos e intervengamos el pasado”, dice Ponce, y agrega que se trata de variantes de la ciencia ficción donde la historia y la cultura se “canibalizan” a sí mismas. “Proliferan las remakes, las obras se reversionan, pero se olvida, se omite, no se menciona, que existieron versiones anteriores; no hay futuro pero tampoco pasado; todo es nuevo y dura un instante: los tiempos del hiperconsumo capitalista”, dice.

En Argentina, hay dos ucronías que merece la pena destacar. Una es ¡Argentinos... a vencer! (FAN ediciones, 2012), donde Juan Simerán construye un mundo en el que Argentina no perdió la Guerra de Malvinas y la junta militar –o cívico-militar– continúa en el poder pese al embargo económico de las potencias y los misiles ingleses que no dejan de caer aunque hayan transcurrido treinta años desde el inicio del conflicto. La otra es Ascenso y apogeo del imperio argentino (Santiago Arcos, 2018), novela en la que Michel Nieva construye una trama inquietante. En un imperio intergaláctico del futuro, cuyo nombre es Argentina, un escritor inventa la posibilidad de que ese nombre aluda a una “republiqueta sojera” y subdesarrollada donde viven personas que atribuyen sus tragedias a una serie de conspiraciones más o menos delirantes.   

En cuanto al steampunk, todavía no es un subgénero muy transitado en nuestro país, al menos desde el mainstream. Quien está tratando de introducirlo desde hace algunos años es Laura Ponce, que en 2015 publicó una antología a través de Ayarmanot, su editorial, y ahora tiene pensado editar Cuando se extinga la luz, una novela de Dioni Arroyos que salió hace poco en España, y que ella define como una “distopía steampunk feminista”. “Se trata de una mujer que tiene un cargo alto en la milicia y es trasladada a otra ciudad por un nuevo proyecto, en una España muy soviética, de cielos muy contaminados (mucho carbón moviendo la industria desde hace doscientos años), y en el contexto de un estado totalitario matriarcal”, dice, y este último punto recuerda esa novela del insoslayable y siempre adelantado Philip Dick, Simulacra, donde también se vive en una especie de matriarcado perpetuo, y todo esto nos sugiere una pregunta: ¿cómo es, en la actualidad, el rol de las mujeres en la ciencia ficción? ¿Tienen más protagonismo que antes o continúa siendo un género transitado mayormente por hombres?

Según Luis Pestarini, editor de la histórica revista Cuásar y tal vez el hombre más erudito del país en estos temas, en los últimos años las escritoras han tomado un lugar preponderante. “Si bien hay narrativa feminista en la ciencia ficción desde hace más de cincuenta años, han tomado un lugar mucho más destacado incluso que el de la mayoría de sus colegas varones”, dice, y da algunos ejemplos: “Nora K. Jamisin es el único/a escritor/a que ganó el premio Hugo a novela tres años de manera consecutiva. Recién también se anunciaron los ganadores de los premios Nebula (los otorga la Science Fiction Writers of America; son votados por los escritores) y tres de los cuatro premios a la ficción los ganaron mujeres”.

Pero no se trata, aclara él, de un fenómeno solamente cuantitativo. “También se han enriquecido las temáticas”, dice. “Te podría dar el ejemplo de Ladrona de medianoche, de la escritora jamaiquina Nalo Hopkinson, que trata del paso de una niña de la infancia a la adolescencia en circunstancias muy adversas, o de Río lento, de Nicola Griffith, que cuenta una relación lésbica de abuso continuo”.  

Por supuesto, hay que recordar que esta presencia de las mujeres no es un fenómeno de la ciencia ficción sino de todos los géneros, y de la literatura misma. Incluso de la historieta, que debe ser el género más patriarcal de todos.

Lo que, en todo caso, sí es una “tendencia” que sigue vigente –y cada vez más– en la ciencia ficción es el pesimismo. Retomando la cuestión inicial, ya que no se puede imaginar un futuro ni a largo ni a mediano plazo, imaginemos entonces una suerte de futuro después del futuro, es decir: un escenario posapocalíptico. Quizás hay algo de eso que decía Mark Fisher y que ahora cita Sebastián Robles: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Los escritores, en efecto, no parecen concebir, siquiera como conjetura o como delirio, ningún tipo de configuración social en la que predominen valores más deseables. “Hoy parece imposible pensar en un futuro no distópico que sea verosímil; parece no haber utopías que oponerle”, dice Laura Ponce, y esto es totalmente comprensible: ¿cómo podría ser de otro modo en un país donde un científico tiene que ir a un programa de televisión para financiar sus proyectos? No hay forma, y en parte por eso la literatura argentina es bastante prolífica en la construcción de estos escenarios poco alentadores. Aquí el único futuro que parece posible, o al menos pensable, es un futuro donde todo es muerte y desastre, o en el mejor de los casos –en el más optimista– donde el ser humano no es mucho más que una pieza insignificante en el engranaje de las grandes corporaciones, como sucede en algunas ficciones distópicas de Hernán Vanoli.

En relación con esta propensión, el escritor Marcelo Cohen, en una entrevista que le hicimos hace un año y de la que ahora rescatamos –porque acá nada se descarta– un pasaje no publicado por entonces, explicaba que en los últimos años prolifera tanto la literatura apocalíptica como la posapocalíptica porque a su juicio resulta siempre muy fácil caer en un pesimismo de corte nihilista. Decía él: “Es muy fácil caer en el facilismo de decir, bueno, va a llegar el desastre total, entonces imaginemos cómo va a ser el mundo en ese momento. Todo eso a mí no me interesa nada. Me parece que es un discurso del miedo, una introducción para la no vida. Dos cosas de las que trato de salvarme: la productividad, que es muy distinto del hacer, y la no vida. Total la pulsión de muerte nos habita, ¿qué voy a hacer? ¿Ponerme a favor? Además, el mal vivir en la Tierra puede acentuarse largamente; puede no terminar todo de golpe; de hecho, lo más probable es que sea una infinita dolencia”.

 


 

Ciencia ficción y filosofía

Históricamente (o, al menos, desde la aparición de la New Wave, en la década de 1960, con los grandes escritores filosóficos, por así decirlo, y con una literatura más rica y experimental) se ha sostenido que la ciencia ficción trabaja de modo simbólico, es decir, recurriendo a un tema o imagen para hablar de otra cosa. Y esa “otra cosa” comúnmente aceptada es la visión del propio ser humano desde la otredad. Así, alienígenas, robots, zombis, monstruos, etc., incluso la propia mujer en la literatura feminista de Reed, Butler, Russ, Gorodischer o Le Guin, no son más que maneras de ver al ser humano desde la vereda de enfrente de sí mismo, o de contemplar lo Otro foucaultiano (más que hegeliano): lo no aceptado, lo marginal, lo que no es parte del sistema, como una alternativa imprescindible.

Sin embargo, en la actualidad, en la sociedad posindustrial y posconsumo, esto ha sufrido un cambio de enfoque de ciento ochenta grados. Si antes la ciencia ficción se centraba en la visión del Otro, de lo no normativo, del ser humano visto desde el margen, en la actualidad critica la superexacerbación del Sí mismo, del individuo como universo cerrado, como una mónada leibniziana impermeable al otro y, por ende, carente de todo sentido de la empatía.

El “vivir con” se ha transformado en un “vivir en mí mismo”, donde el “sí mismo” es un concepto hueco, vacío, prediseñado por el mercado. El hombre no es ya la medida de todas las cosas, sino que el individuo, el sujeto autocontenido, aislado, es la falsa medida del universo, de la humanidad, de los problemas sociales y, lo que es más aberrante, del otro.

La ciencia ficción es marginal, no nos engañemos, siempre lo fue y aún lo es, y es una maravilla que sea así. Ese carácter de “habitación en el margen” la erige como crítica, como alternativa (haciendo énfasis en el “álter”), como espejo de aumento de la sociedad.

Seres encerrados en naves transgeneracionales, mentes IA unificadas tipo colmena, perspectivas intramentales casi solipsistas, los propios zombis en su versión actual de consumo por el consumo mismo sin finalidad ulterior ni propósito, todo confluye en el cuestionamiento de este soliloquio de los sujetos consigo mismos. La ciencia ficción viene a denunciar estos universos burbuja donde lo Otro no existe, donde el otro es una extensión del ego (extensión falsa y deformada, obviamente, por los propios intereses, que son los únicos intereses aceptados o tenidos por válidos).

*Teresa Pilar Mira de Etcheverría. Doctora en Filosofía.