40 AñOS DE DEMOCRACIA
los Atentados contra la embajada de israel y la amia

La lucha contra la impunidad y contra el terrorismo, asignaturas pendientes de nuestra democracia

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Impunidad. A más de 30 años de los dos atentados terroristas en Argentina, no hay ni un culpable. | cedoc

Por primera vez en nuestra historia, la Argentina transita –sin interrupciones, desde hace cuatro décadas– una senda institucional, cimentada en los principios y las garantías constitucionales. Tras períodos violentos e inestables, que alternaron golpes de Estado, proscripciones y violación a los derechos humanos, los 40 años de democracia representan un logro inmenso y fundacional que, como nación, nos debe llenar de orgullo. 

El regreso a las urnas, el 30 de octubre de 1983, fue –sin dudas– el ejercicio cívico más esperado, el que marcó un punto de inflexión en nuestra historia reciente, para volver a estar regidos por la forma de gobierno que mejor encarna la voluntad y la participación ciudadana.

Pero nuestra democracia tiene todavía grandes deudas pendientes con la sociedad, heridas que todavía no pueden cicatrizar. La falta de justicia es una de ellas.   

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No hay dudas de que nuestra democracia se eclipsa y debilita cuando denunciamos la impunidad que gozan quienes cometieron los atentados terroristas del 17 de marzo de 1992 contra la Embajada de Israel en la Argentina, y el 18 de julio de 1994, contra la sede de la AMIA.

Es imposible naturalizar el hecho de que van a cumplirse 32 y 30 años respectivamente de ambos ataques, y que nadie esté cumpliendo una pena por los delitos de lesa humanidad perpetrados.  

29 muertos en la Embajada. 85 personas asesinadas en la AMIA. Dos masacres planificadas y ejecutadas desde la misma matriz de odio, terror y desprecio absoluto por la vida, que hoy sigue siendo una amenaza concreta contra todo el mundo democrático. 

Un espejo que refleja el fracaso judicial. La Justicia local determinó que el atentado contra la sede de Pasteur 633, en el barrio de Once, fue planificado, financiado y ejecutado por la República Islámica de Irán y la organización terrorista Hezbollah. Fue un acto de guerra contra la nación argentina, perpetrado por un Estado extranjero.

La causa AMIA es un espejo que detestamos mirar porque nos muestra un fracaso humillante. Nos muestra a los familiares que perdieron a sus seres queridos reclamando, como en 1994, para que se haga justicia. De pie, frente al dolor, siguen llevando sobre sus espaldas la pesada carga de ser víctimas por partida doble: no son sólo víctimas del terrorismo, sino también  son víctimas de la impunidad reinante.

Nos muestra la falta de confianza en el Poder Judicial. Nos muestra un legado de inoperancia y desidia administrativa que no queremos traspasar a las nuevas generaciones. 

Duele tener que remarcar la incapacidad para profundizar, de manera efectiva y seria, en la investigación del atentado, que se ha visto por parte de la Unidad Fiscal para la Investigación de la Causa AMIA (UFI-AMIA), a pesar de ser una de las fiscalías más grandes del país. 

Se sabe quién planificó y organizó el atentado: la República Islámica de Irán. Y quién lo ejecutó: el grupo terrorista Hezbollah. De hecho, entre los pocos logros que tenemos, a nivel judicial, figuran las alertas rojas de Interpol que pesan sobre los acusados, quienes hacen todo lo posible para que queden sin efecto.

Las alertas están vigentes, pero las personas señaladas por la Justicia argentina logran pasearse impunemente por diferentes lugares del mundo, eludiendo los exhortos de nuestro país, sin ser siquiera interrogados o demorados. 

Por ejemplo, el año pasado nos avergonzamos con la presencia de Mohsen Rezai en Nicaragua en la asunción del presidente Ortega ante la presencia del embajador argentino. También en el marco de los preparativos para el Mundial de Fútbol, observamos cómo Qatar recibió, con honores, a uno de los sospechosos de haber participado en la planificación del atentado del 18 de julio de 1994. Otra burla a la Justicia argentina y a cada uno de nosotros.   

Debemos seguir exigiendo que Irán brinde respuestas a los requerimientos judiciales cursados a lo largo de todo este tiempo. Siempre lo decimos: los países democráticos del mundo deben maximizar sus esfuerzos en el combate contra el terrorismo, contra sus aliados y financiadores. Debe profundizarse la colaboración entre las naciones para minimizar su capacidad de daño.

El 7 de octubre pasado asistimos atónitos a una escalada de violencia terrorista bestial por parte del grupo Hamas, organización que mostró hasta dónde puede llegar con su odio extremo e irracional. Hamas no sólo es enemigo del pueblo judío o del Estado de Israel; es enemigo acérrimo de todos los países y pueblos que aman la democracia, el respeto a los derechos humanos, la libertad de expresión, los derechos de las minorías, y las libertades religiosas. Los grupos terroristas son enemigos de la vida. Son enemigos de la paz.

Por eso, la lucha contra el terrorismo debe ser firme y requiere esfuerzos mancomunados.  

Después de los atentados contra la Embajada de Israel y contra la AMIA, es inadmisible que no se haya actualizado el marco legal para prevenir, investigar y castigar este tipo de crímenes de lesa humanidad, incorporando normativa antiterrorista adecuada, como lo han hecho también otras democracias que sufrieron el flagelo terrorista. 

Muchas veces nos preguntan por qué tuvieron lugar dos atentados terroristas en nuestro país. Y la respuesta es sencilla: porque pudieron, porque a los terroristas les resultó fácil realizar todos los pasos relacionados con organizar y ejecutar los ataques. A esa facultad que encontraron aquí para operar y matar, luego se sumó la impunidad que gozan hasta nuestros días.

Nunca más. El concepto de “Nunca más”, estas dos palabras tan arraigadas a la tradición democrática que tanto nos consiguió forjar, debe aplicar también para el hoy. Se debe hacer extensivo a la proliferación de los discursos de odio, a los actos de xenofobia y el antisemitismo. Debe abarcar también la condena absoluta a todo accionar terrorista y al avasallamiento de toda forma de vida diferente a la que proponen los extremistas asesinos.  

No logramos comprender por qué no se oyen más voces de condena sobre lo ocurrido el 7 de octubre. No hay grises: callar es un acto pusilánime. Es un insulto a las víctimas, incluyendo a las propias víctimas palestinas de Hamas. No entendemos el silencio de tantas organizaciones de defensa de los Derechos Humanos. Tampoco el silencio de organizaciones que supuestamente defendían el derecho humanitario y deberían preocuparse por la situación de los rehenes.  ¿Por qué no reclaman abiertamente y sin rodeos por la aparición con vida de los rehenes que hoy siguen secuestrados? ¿Hay desaparecidos o secuestrados por quienes no vale la pena reclamar?  La hipocresía, el antisemitismo -disfrazado de antisionismo- y la canallada, repugnan y decepcionan. 

Transmitir el legado de memoria y justicia. De cara a las nuevas generaciones debemos asumir firmemente el desafío de transmitir los hechos cruciales de nuestra historia reciente, se trata de un compromiso que acompaña a la misión irrenunciable de reclamar justicia, y de no olvidar a las personas a quienes se les arrancó la posibilidad de tener un futuro.

Hay un dato que no se puede soslayar. La mayoría de la población de nuestro país no había nacido el día que los terroristas decidieron volar la AMIA. Por eso, poder transmitir el legado de memoria y justicia a los más jóvenes es un objetivo central, para que el reclamo no desvanezca entre quienes no tienen memoria vivencial de lo ocurrido.

No queremos que nuestros muertos mueran dos veces, una por la bomba y otra por la impunidad, el olvido y la indiferencia.

El libro de Salmos (Tehilim) expresa, en su capítulo 22, lo que en hebreo se llama “Aielet a Shajar” (que podríamos traducirlo como “Lucero del Alba”). Hace referencia al primer destello de luz que sigue a la más densa oscuridad de la noche. Es también un símbolo de renovación y renacimiento, de que a la destrucción le sigue la construcción, siempre y cuando seamos capaces de transformar el dolor en acción, en obras de bien, en ayuda al prójimo. 

El 18 de julio de 1994 quisieron atacar, sin lograrlo, los valores sociales que AMIA representa. A punto de cumplir 130 años de su fundación, la institución, que tengo el orgullo de presidir, encarna el ideario argentino de inmigrantes que llegaron a nuestro país, dejando enormes penurias detrás, y encontrando en el valor de unirse la mejor vía para buscar soluciones a los problemas que enfrentaban. Hoy AMIA es una institución referente de la sociedad civil y trabaja, día tras día, en la promoción, reparación y restauración de derechos para todos los segmentos de la población, y en particular para los grupos más vulnerables. Es el aporte que realiza a la consolidación de una sociedad más equitativa. 

Luego de haber sido blanco directo del accionar del terrorismo, AMIA también sumó a su misión institucional las banderas de la memoria, la verdad y la justicia, en su camino irrenunciable para lograr que la impunidad persistente en la causa llegue a su fin.

A pesar del paso del tiempo, y de la impotencia por la falta de justicia, la rendición y el silencio nunca son una opción. La esperanza se mantiene. La defensa de la democracia, también.

*Presidente de AMIA.